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martes, 23 de septiembre de 2014

¡Un día horrible!

                                                     Todas las fotos de este post son, de Allahabad (India)
          Hay, que tener mucho arrojo, para calificar un día cualquiera de esta forma, dado que como ya dije en los proverbios indios, en este país, siempre te puede pasar algo más horrible, de lo peor, que has vivido o imaginado.

        Después de dejar atrás los ghats de Varanasi, tratamos de negociar un tuck tuck a la estación por 50 rupias -precio pagado el otro día-, pero no se bajan del burro de las 150. Por el importe de nuestra propuesta innegociable, nos coge el rickshaw más incomodo y estrecho de la ciudad. Entre, que su conductor es joven, es muy temprano -se nota, que ha desyunado bien-, hace buen tiempo y no hay mucho tráfico, parece el Alberto Contador de la India, adelantando a todo lo que se mueve. tenga o no, motor y dando un impresionante espectaculo en las rotondas ¡Espectacular!, sino fuera porque son nuestros cuerpos, los que van dentro del cacharro.


          Con los pies ya en tierra y-milagrosamente- sin rasguño alguno, nos vamos a buscar nuestro bar de la cerveza. Pero resulta, que su dueño se ha jubilado y allí, ahora almacenan patatas y cebollas. Entre tanto, empieza a diluviar y nos cae de plano, con los bultos al hombro. Encontramos más tiendas de cerveza, pero nos piden cifras astrónomicas (150 rupias por una lata).

          Desistimos de tomar el tren a Allahabad. Pero, volvemos a insistir, al comprobar, que el bus no parte de la estación, sino de un lugar indeterminado de la carretera, que no nos saben precisar. Viendo la que está cayendo, los hijos de puta de los autorickshaw -tuk tuks, familiarmentte-, nos agobian aún más, que de costumbre, poniendo en peligro nuestra integridad física, bloqueándonos en mitad de la carretera.

          En la estación de trenes, la cola de “ladies” es la mitad de larga, que las demás y aún así, tardamos más de media hora en comprar el billete. Mientras espero, me meten mano -así tal cual- y sin recato (las pobres deben pasar bastantes necesidades, también en eso),

          El tren parte de la vía 5, pero no llega nunca. Retasos y más retrasos. Por nuestra tozudez y sin que lo hayan anunciado, acabamos descubriendo, que lo han cambiado a la vía 4. Aparece con más de sesenta minutos de demora y sin sitio para sentarnos, durante la primera hora de viaje. Cuando estamos listos para bajar y sin haberse detenido el tren, empiezan a subir bestias humanas, que nos impiden descender -no nos había pasado nunca- y que nos quitan la visibilidad de la pisada, por lo que caemos los dos al suelo. Afortunadamente, sin más consecuencias, que el susto y con las gafas intactas. La “wild people”, que nos ha derribado, ni se inmuta.

          Salimos de la estación de Allahabad. Es más dificil y largo, que de la T4 de Barajas. Antes, comemos -bien y entre terribles sudores- y justo cuando terminamos -son ya las cinco- vuelve a caer el diluvio y otra vez, las alimañas sin escrúpulos del transporte, caen sobre nosotros. La rotonda frente a la estación, anegada y llena de barros -y demás sustancias, que por no vomitar, me ahorro detallar- da paso a un infernal cruce, donde una bici con decenas de hierros de cuatro o cinco metros de largo, casi nos da la estocada definitiva. Encontramos un hotel decente, pero sólo podemos permitirnos sus habitaciones indecentes, calurosas, con ventanita interior y un penoso baño compartido.

          Llueve y llueve. Pero nuestros ánimos son infinitos y nos vamos a visitar unas cercanas tumbas y casi nos cavamos la nuestra propia, entre calles, que parecen ciénagas mutantes, de las que salimos como buzos, cuando ya es demasiado tarde. Cada día cuando finaliza nuestra sufida -y disfrutada- jornada sobre las calles del país, sentenciamos lo mismo: “A esta hora, finaliza el día de hoy, sobre el asfalto de la India, sanos y enteros. Pero, aún nos falta lo que suceda en el hotel” (más cosas, de las que podrían pensarse).

          Y, como ya cabría esperar, en nuestro zulo, asistimos sudorosos, impertérritos e impasibles, a un nuevo corte de luz, mientras vemos -o más bien habíamos visto antes-, como llevan un enorme plato de carne en salsa, a una de las habitaciones vips. Y, como triste epilogo, un colchón monacal, de los que te arreglan la espalda o te la aniquilan para siempre. Si en él hay bichos, ya os lo contaré en el próximo post, pero tiene pinta.   

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