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viernes, 30 de diciembre de 2016

Pongamos, que hablo de Madrid

          Como si fuera masoquista -algo de esto debe haber- o me gustara dejar de respirar o darme tiros en los pies, siempre que vuelvo a Madrid -normalmente, ya sólo, cuando vamos o venimos de viaje-, me da por acordarme de nuestros años de estudiantes en esta ciudad -entre 1.986 y 1.991- y me invade una gran nostalgia y depresión, afortunadamente, transitoria.
                                                                                 Cartel publicitario de la Puerta del Sol (Madrid, 2.016)
          Siempre es y será así y me temo, que no existe antídoto para ello, para mi profunda desgracia. Pero esta vez, se han acabado de encender todas las alarmas y luces de alerta: el famoso y siempre presente bar de los bocadillos de calamares y bocatas de otro tipo de la calle Atocha -enfrente de la estación del mismo nombre-, ha desaparecido, después de siempre estar ahí y ha dado paso a un enorme Lizarrán, que al parecer, se ha hecho además con un local contiguo. Aún y como balón de oxígeno o tabla salvavidas, aguanta el cercano “Brillante”, aunque no sé cuanto durará, porque los bares de calamares, incluso en la plaza Mayor, están en horas bajas (yo llegué a comerlos, a 25 pesetas, en 1.980).
Museo del Jamón (Madrid)
          Que Madrid no es lo que era, resulta tan evidente, que no voy a dar siquiera argumentos para defender esta posición o la contraria. Simplemente, sirva este artículo para contaros las diferencias, entre aquel Madrid, de 1.986 y el actual, señalando, lo que entonces había y hoy no hay y no a la inversa (lo que encontramos hoy y no había en aquel tiempo).

          Corría finales de septiembre, de 1.986, cuando me incorporé a una residencia de estudiantes, cercana a Santo Domingo y la plaza de Ópera, en la calle Campomanes. Las ilusiones eran tan grandes, que tapaban las numerosas incertidumbres y debilidades. Por supuesto, ni la calle Arenal, ni Montera -abarrotada de prostitutas y peligrosa de noche-, ni Fuencarral, eran zonas peatonales, ni los comerciantes querían que lo fueran, porque argumentaban, que generaban delincuencia. ¡Cómo han cambiado las cosas!.
                                                                                                         Bajos de Argüelles (Madrid)
          Por no existir -aunque tardó poco en surgir-, ni siquiera había estación de metro en la ciudad universitaria de la Complutense. Eso sí, la Gran Vía estaba plagada de teatro y cines, en plena actividad.

          Aunque los más jóvenes no lo creáis, en 1.986 ya funcionaban Rodilla, el VIPS y el Museo del Jamón, casi únicos vestigios de aquella época. Un sándwich costaba 30 pesetas o un bocara de jamón, 100 (lo que se llamaba, una chocolatina). De todas formas, estos establecimientos también han cambiado. La tienda de emparedados ha aumentado su surtido y ha incluido bebidas. Los VIPS han plegado alas y se dedican a la restauración, más que a los perfumes, discos, prensa escrita, libros o alimentación, como entonces. Y el Museo del Jamón, en retirada, se ve seriamente amenazado por las tiendas de cucuruchos delicatessen de la ibérica pata del cerdo.
VIPS (Madrid)
          ¿Quién se acuerda de los Seven Elevan, que hoy en día, extienden su negocio, como champiñones, en los países del sudeste asiático y Hong Kong?. El de l clle Montera resultaba, especialmente, conflictivo.

          Por sobrevivir, aún aguantan los mercados, entre ellos el de Maravillas o el de Ventas, que eran nuestros favoritos. Aunque atienden a menos gente y sus precios han dejado de ser competitivos. Hoy, proliferan más los mercados para pijos y guiris, como el de San Miguel

          En aquellos lejanos tiempos, ya olvidados para muchos, si se hacía botellón, era porque te daba la real gana. No por supervivencia, como ahora ocurre en calles y plazas, donde los jóvenes -y los no tanto-, colocan las bolsas en el centro y ¡a darse al drinking!. Entonces, íbamos a los bares, aunque no tuviéramos, ni 18 años. El aperitivo o la media tarde, en Lavapiés, con cañitas y tapas varias. Los albores dela noche, en los bajos de Argüelles -hoy muy perjudicados y casi en peligro de extinción-. Y ya la noche, en Malasaña -algunas locales, todavía existen- o en el Ya'sta o el Comité -en la calle Silva-, donde a las ocho de la mañana nos preguntaban, si no teníamos casa. ¡Y, que decir del Malafama. Allí, tomando copas, codo con codo, con Almodóvar!.
                                                                                      Paso elevado de Cuatro Caminos (Madrid), suprimido en 2.003
          Como fruto de tanta actividad, resultaba imposible pillar un taxi, un viernes o un sábado por la noche. No hace mucho y sentados en la Gran Vía, vimos pasar a más de diez, con la luz en verde, en tan sólo un minuto. Por supuesto, las estaciones de metro, no llevaban el nombre de Vodafone, ni nadie desde un cartel, nos deseaba una blanca Navidad (Netfix y su serie, “Narcos”).

          Por aquella época y en las zonas más privilegias, había serenos y porteros físicos en las casas, algo que me suena a antiguo, hasta a mi.

          Los conciertos de San Isidro, se celebraban en el pabellón de Deportes, del Real Madrid, que hoy ni existe, aunque sí, muchos de los grupos, que los daban, ya en su declive. También, en el rockodromo de la Casa de Campo -donde las disfrutadas fiestas del PCE-, del que no tengo noticia, ni un sentido, ni en otro.
Estación de metro de Sol (Madrid)
          No puedo seguir, ¡porque se me caen las lágrimas!.


          ¡Venga, me rehago y soy fuerte!. Hay cosas, que han ido a mejor. Se ha eliminado el paso elevado de Cuatro Caminos, donde las leyendas urbanas atribuían, a una anciana mendiga, que dormía debajo, ser millonaria y tener no sé cuantos pisos.