Era ya martes y penúltimo día en Israel, antes de regresar a Jordania y visitar el sur del país , pero seguíamos instalados en el interminable sabath de la maldita Pascua Judía.
La mañana comenzó con una impresionante caraja al equivocarnos de estación donde tomar el microbús a Ramala, sede de la Autoridad Palestina. Un taxista, que nos vió dubitativos y despistados, nos estuvo, primero persiguiendo al lado; después haciéndonos propuestas económicas indecentes y finalmente, increpándonos. Podría haber sido candidato favorito para ser el mayor hijo de puta del país, sino fuera, porque en Israel este galardón está tremendamente disputado. Nosotros no nos quedamos cortos y le repelimos con todos los insultos en inglés, que nos vinieron a la cabeza. Lástima, que entonces no había Google en los móviles, para haber buscado más.
Finalmente, resolvimos el desaguisado y tomamos el micro para la ciudad Cisjordana. Allí, cogimos un taxi compartido para Nablus, que se llenó enseguida (precio fijo). El conductor era simpatiquísimo, pero absolutamente temerario por una carretera en mal estado, entre montañas, con precipicios y curvas. No nos funcionó ni siquiera, la socorrida frase de "me estoy mareando", para que transitáse más despacio. Franqueamos todos los controles de salida sin ni siquiera detenernos.
Habíamos dudado hasta última hora si ir o no , a Nablus, porque dos meses atrás las bombas israelíes y la metralla -además de los saqueos- eran el pan de cada día. Pero diversas personas en Ramala nos habían asegurado, que la cosa estaba relativamente tranquila.
Al arribar a Nablus, las consecuencias del combate -más bien del asedio- eran indisimulables con edificios demolidos o a medio derribar, además de restos de metralla por todas partes. Más señales a las afueras, que en el centro de la ciudad.
Sin embargo, la gente andaba tranquila centrada en sus cosas, aunque desde luego, no pasamos desapercibidos, porque tenía pinta, de que por allí no pisaba un solo guiri desde hacía muchos meses.
Los niños, encantadores, como casi en todos los países árabes y los adultos haciendo todo lo posible por complacernos y entregándonos obsequios. Un vendedor de falafel recién hecho nos regaló varias piezas y en un puesto contiguo nos agasajaron con fruta.
El casco histórico es muy interesante y salvando las distancias, se asemeja bastante al de Jerusalén, con sus calles escalonadas en cuesta, cubiertas por arcos y bóvedas. Naturalmente, todo estaba más descuidado -no sucio- y falto de mantenimiento, evidenciando la asfixia económica a la que les sometía Israel.
Paseamos por un animadísimo mercado, cuando por varios altavoces se empezaron a lanzar mensajes a gritos en árabe. Varios vendedores comenzaron a hacernos gestos, que no pudimos entender. Pero no hizo falta, porque nos largamos de allí, corriendo. Pocos minutos después y sin habernos enterado de nada de lo ocurrido -o no-, regresó la calma.
Almorzamos ricos shawarmas con vegetales y encurtidos, de nuevo, mucho más generosos, que en Jerusalén. Después, nos hartamos de paseos por la ciudad y de hacernos fotos con los críos -chicas, ni una-, hasta que sobre las cuatro de la tarde decidimos volver andando -hora y cuarto- hasta la parada de vehículos compartidos. No debimos hacer semejante estupidez, porque nuestra aún corta vida pudo haber terminado aquel día.
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