¿Que tenían en común, por entonces y flirteando todos con los cuarenta, un óptico abulense, una funcionaria del ayuntamiento de Madrid, una encargada de supermercado de origen gallego y un director regional de Recursos Humanos?. Pues, creedme, que casi todo, salvo, que a ellos, les gustaba más comer -no les culpo, porque Oriente Medio es una zona fantástica para yantar-, que beber, aunque en esto último, ganamos siempre a casi todo el mundo.
Ellos, en aquella época -hoy lo dudo mucho-, tenían un bagaje viajero más amplio, que nosotros. Si que había un par de cosas, que nos molestaban de esta supuesta pareja, pero habrían quedado en irrelevantes, de no haber arribado a Israel y de no haber vivido aquella maldita tarde de Viernes Santo. Porque, al fin y al cabo, seguro, que nosotros también podríamos tener actitudes o actuaciones, que no les gustarán a ellos.
Por un lado, Longi, se había convertido en un maniático de la salud y de la alimentación. Cuando estuvieron en India y por causa de la comida, unos amigos habían enfermado y fueron hospitalizados, acercándose al abismo. Por otra parte, cogieron un sinfín de pulgas en un alojamiento, que no supieron gestionar bien. Y desde entonces, le afloraban los traumas como chef auto impuesto. Longi gestionaba nuestras comidas en los lugares -puestos callejeros, fundamentalmente-, que no eran restaurantes. Nadie podía comerse una carne, que no estuviera achicharrada y dada mil veces la vuelta. Su obsesión compulsiva por lavarse los dientes con agua mineral, después de ingerir cualquier cosa, era machacona.
Ana era -y seguirá siendo-, buena chica. Tanto, que le costaba decir, que no, a cualquiera y afrontar situaciones de determinada conflictividad. Eso, en países amigos no supone ningún problema, cuando transitas por lugares cómodos, como Siria y Jordania o Palestina, pero sí lo es, cuando te encuentras en lugares más difíciles, como Israel y en pleno sabath.
De verdad, que disfrutamos, como críos, en la olvidada Siria e incluso y en Alepo, llegamos a conocer a otros tres madrileños, que visitaban el país no tanto por motivos culturales o monumentales, sino por treckings y playas.
Pero, volvamos otra vez, a aquella fatídica tarde del Viernes Santo de 2007. Al fin y siendo casi de noche, entramos en el estado de Israel. Al menos y fue en lo único, las autoridades fueron condescendientes con nosotros y no nos plantaron el sello en el pasaporte, sino en una cuartilla aparte. Si no lo sabéis, deciros , que muchos países árabes no aceptan y son inflexibles, documentos internacionales de identidad con rastros de haber visitado el país judío.
Ya en territorio sionista y aún con el alma en vilo descubrimos, que al haber comenzado el maldito sabath era imposible llegar a cualquier parte del país en transporte público. Tocaba, juntarse con más pasajeros y contratar un carísimo taxi compartido, a pagar en dólares, que nos dejó en la Puerta de Herodes de Jerusalén, después de haber estado esperándolo más de hora y media.
¡Vaya tarde y lo que quedaba por delante!.
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