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domingo, 27 de julio de 2025

Scilla y Tropea

           A partir de ahora, encomendamos nuestro periplo calabrés, a Trenitalia, cuyos trenes regionales son frecuentes y de los más baratos del continente.

          Nuestro primer destino es Scilla, a unos 25 kilómetros de Reggio Calabria, hacia el norte, en el estrecho de Mesina y frente a Sicilia.

          Se trata de un pequeño pueblo, casi sin infraestructuras turísticas -salvo caros restaurantes- y con una amplia playa pedregosa, como la de ayer. Además del baño, para apagar el insoportable calor, el mayor atractivo del lugar es su castillo, ubicado en un bonito promontorio. Hay ascensor de pago para subir, pero nosotros sin esfuerzo alguno ascendemos, caminando. Tras un túnel con bonitas vistas marinas, se encuentra otro micro pueblo y un desaliñado puerto pesquero.

          Es la una y cuarto de la tarde del viernes y nos vamos hacia Tropea, adonde arribamos, después de hora y media, en la que se alternan los largos túneles, con los agradables paisajes marinos. La estación de encuentra algo lejos del centro y por los precios, que hemos visto en Booking, somos conscientes, de que de ninguna de las maneras, hoy tendremos hotel y en el mejor de los casos, nos tocará dormir sobre la arena de la playa (aquí, aunque algo gorda, no son piedras).

          Tropea, sin lugar a dudas, es la joya de Calabria y se lo tiene bien merecido. No hay ni la mitad de masificación de la prevista y el turismo es mayormente, nacional.

          La calle principal, que llega hasta el mar está plagada de caros restaurantes, tiendas y heladerías de postín, con más de sesenta gustos. Son típicos de aquí, la 'nduja de Spilinga -una especie de botillo picante, que se unta en el pan -, las cebollas moradas alargadas y los chiles. ¡Todo muy fuertecito, pero rico!

          El pueblo tiene dos espectaculares miradores sobre la bahía. Abundan  los palacios -la mayoría de ellos hoy son B&B- y otros edificios históricos, que dan fuste a las estrechas y bonitas calles secundarias.

          El casco histórico se ubica en un promontorio y la playa abajo, a una considerable y escalofriante altura, que debe ser salvada a través de una incómoda y larga escalera. Es estrecha, curvilínea y superpoblada de sombrillas. Sus aguas -dependiendo de tramos- son verdosas o azuladas y llaman al baño hasta al más de secano y perezoso. Casi enfrente, otra maravillosa y abrupta roca gigante, en cuya cumbre se erige una iglesia y que junto con el arenal, forman una estampa, casi inigualable.

          Fuera del casco histórico, todo es al estilo calabrés. O sea, con aceras estrechísimas, inservibles, destrozadas, llenas de basura o de cosas. Y las debemos recorrer, para llegar al mejor supermercado de Italia, el Eurospin (solo lo hemos visto en el sur del país y en Cerdeña). Nos proveemos de viandas, cervezas y barato y rico Limoncello (ayer, tocó Amareto). Además, casi un kilo de helado de cereza -con guindas enteras- y vainilla, por menos de 2€.

          Calor húmedo, insoportable e incertidumbre sobre como pasaremos la noche, antes de que mañana, partamos en tren para Lamezia.

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