Tras la apoteósica madrugada en la rotonda -estación de Montpellier -, llega el temido e inevitable bajón. A las siete de la mañana, tomamos nuestro último Flixbus -a partir de ahora, el transporte nos saldría bastante más caro-, con destino a Marsella. No nos preguntéis, sobre el paisaje, que hay de camino, porque las dos horas y media, nos las roncamos enteras.
Llegamos a la potente estación de autobuses, que comparte extenso territorio con la de trenes. Ahora, toca bajar la eterna e incómoda escalera, que nos deposita en el meollo de esta ciudad, emblemática en la literatura y el cine, no precisamente, por cosas buenas.
Nuestra primera sensación es el caos. A pesar de las advertencias, no esperábamos encontrar aquí, una mezcla de ciudad de India, con el estilo de vida y experiencias del Nápoles de hace unas tres décadas.
Desde el minuto uno, vemos que, la ciudad está llena de grafitis por todas partes, en una mezcla de lo artístico, lo bohemio, lo reivindicativo, lo elegante y a la vez, lo cutre.
Hay que andarse con cuidado, porque los cruces de tráfico y las aceras no tienen ley conocida. En ellas, circulan patinetes y bicis a toda hostia, aparca quien quiere, montan extensiones de los negocios -incluidos maniquíes -, terrazas y los que les sobran y no lo esconden son los amedrentados peatones .
Con Marsella, no ha podido ni Booking, dado que hay decenas de alojamientos de los que no hay ni rastro en la plataforma holandesa y que se asemejan a pensiones madrileñas mal mantenidas de finales de los años ochenta del siglo pasado. Eso si: es de agradecer, que todos estos establecimientos muestren claramente sus precios en recepción, por lo que te ahorras preguntas y molestias.
En un antro de estos acabamos, pagando cincuenta euros en metálico -ni bizum, ni tarjeta -, con baño compartido, en lo que va a ser a todas luces la peor y más vintage habitación del viaje.
Marsella es, como es y sobrevive a su turbio pasado de gánsteres y droga, como puede, aunque con bastante esfuerzo y optimismo colectivo.
El puerto es menos decadente de lo esperado y su transitar por él, se nos hace largo, debido al insoportable calor y a la convulsa y decepcionante zona.
Marsella no tiene grandes atractivos indiscutibles y apuesta sus bazas al antiguo y oscuro barrio de Le Panier. Debemos reconocer, que se lo han currado, para hacer tan atractivo, lo que fue un núcleo truculento, temible y detestable.
Las calles y los edificios no son gran cosa, pero se han esmerado en llenarlas de grafitis, plantas o adornos, que les hacen ganar mucho fuste y que resultan muy agradables para el paseo, al ser también y en muchos casos, vías escalonadas. Se nota, fehacientemente, el esforzado deseo de los marselleses de romper con su sospechoso pasado.
Tras una mañana trepidante y apasionante, el cansancio nos vence y agotamos la tarde a duras penas sobre la descuidada cama del hotel, apenas asistidos por un maltrecho ventilador.
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