Todas las fotos de este post son, de Bangkok
En unas vacaciones cualquiera de dos o
tres semanas, incluso, en la parte más recóndita del mundo, todo o
casi todo, resulta previsible o al menos, bajo control. Llevas tu
boleto aéreo de ida y vuelta, algún hotel reservado, muchas
ilusiones, todo el dinero en efectivo y poco margen emocional para,
que te alteren las cosas pequeñas del día a día. Que, sin embargo,
sí lo hacen en los viajes largos: una herida en la lengua, que no
cicatriza; manchas en la piel por un baño donde no se debe; la
garganta bloqueada por el aire acondicionado de un bus nocturno...
En los viajes prolongados, tan
maravillosos, siempre hay además, problemas de estancamiento en un
determinado lugar, de frustraciones, de absoluto bucle, de hoy me
levanto a por todas y me acuesto hundido... La experiencia hace mucho
a nuestro favor, pero los imponderables consiguen que haya malos
días, malas rachas y a veces, momentos en que te gustaría
desaparecer o retornar a casa por puro arte de magia. Por otra parte
y como resulta comprensible, no resulta lo mismo, quedarte
atontolinado en un país en el que te fundes 100 euros al día, que
en el que te gastas sólo 12.
Como ha sido nuestro caso esta vez, en
el segundo, te vuelves un vago victimario, mientras que en el
primero, te pones las pilas. Mi pareja se agobia mucho por estas
cosas del día a día, pero yo pienso, que a tantos miles de
kilómetros de tu casa, tener un atropello, una enfermedad o
problemas de vuelos, aduanas o policiales, se insinúan como mucho
más graves, que el decaimiento de un par de días o incluso, medio
mes.
Tenemos problemas inverosímiles e
inimaginables -aunque, no vitales-, a día de hoy y desde hace casi
una semana, pero todavía contamos con margen para encontrar un
camino. Y, como somos optimistas, el próximo post va sobre Phuket y
Patong -nuestra ubicación actual-, antes de seguir con la supuesta
pesadilla, que con tantas incógnitas para el lector se ha esbozado.
Esperemos, que nuestros males pasen pronto.
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