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lunes, 21 de octubre de 2019

Odio eterno a las putas marshrutkas

             Todas, menos las tres últimas, que son de camino, a Karakol, son de Naryn (Kirguistán)
         La chica de la precaria ventanilla nos aseguró ayer, que la única marshrutka - minibus de toda la vida-, que circula, entre Naryn y Karakol -300 kilómetros-, parte cada día a las 8 de la mañana con horario fijo. Aparecemos por la parada a las 7:45 y apenas hay pasajeros. Evidentemente y como siempre ocurre en estos países de transporte bananero, te atrapan el dinero, según llegas, para que no te puedas arrepentir.

          Poco a poco y ya acoplados en el cacharro, van llegando pasajeros - sobre todo mujeres y de edad respetable-, que saben de sobra que saldremos a la hora, que al conductor le salga de las narices o más bien, cuando este trasto se llene. Esto ocurre en muchos países del mundo, pero no lo disfrazan poniendo horarios, como aquí. Al final, salimos una hora tarde y efectivamente, con la marshrutka abarrotada.

          Ese tiempo de espera se hace interminable y eso que no hace calor, ni se combinan otros elementos extraordinarios. A los niños -siempre los hay en los cacharros del tercer mundo- les da por llorar y es lo suyo. A los impacientes, por subir y bajar unas veinte veces, pegando el correspondiente portazo cada vez. A los indecisos, por dar vueltas para acabar reculando. A los olvidadizos, como a una vecina de asiento, por hacer venir a su hijo, con un peine -al que le faltan varias púas- y unas gafas. Y, ¿como ha podido llegar hasta aquí sin ellas?.

          Mientras, el orondo y desaliñado conductor espera sentado al sol, por supuesto, haciendo caja. Hay que decir, que la conducción de estos cacharros es muy temeraria, nada que sorprenda a estas alturas de nuestras vidas. Por los tramos de carretera nueva, nuestro conductor se relaja y pisa suave. Cuando la ruta se torna escarpada y llena de baches -la mayor parte del viaje- canaliza su adrenalina y nos hace botar hasta el techo: "este sí, este no", a ritmo de los noventa.

       Otra   cosa son las paradas. Llegados a Kochkor, mi pareja mira el mapa y me dice: "hay dieciocho pueblos de camino hasta Karakol; ¿no pararemos en todos, no?" Me encojo de hombros, a pesar de llevar más de treinta años viajando. La realidad es más dura. Al final, son más de cuarenta paradas.
       
          Hagamos un resumen. Tras el retraso, que nos ocasiona Mari Peines sin púas, primer receso para orinar, cuando llevamos solo 45 minutos, al lado de un asentamiento de nómadas. Cinco minutos después, el chófer se detiene delante de una yurta -casa tradicional de esta zona- a negociar con un paisano. No sabemos la contraprestación, pero el conductor le entrega dinero.
       
          Tras transitar por un paisaje precioso de montañas peladas, dejando atrás pastores, rebaños, caballos y vacas, parada para comer -10:45 A.M.-, en Kochkor. Afortunadamente, enfrente hay dos supermercados donde atiborrarse de snacks y vodka.

          El servicio de  transporte -hermético, caluroso y  sudoroso, como si lo hubieran sellado-, cada vez se convierte más en bus local o en un taxi colectivo puerta a puerta. Así, para que baje una pasajera en un pueblo, debemos andar y desandar 4 kilómetros para dejarla en su metro cuadrado de parada. Más descarado es aún, el asunto del balneario: está a 100 metros de la carretera y nos tiramos 5 minutos haciendo una maniobra de ida y vuelta para dejar a otra persona en la puerta, no se vaya a manchar los zapatos.

         Y mientras, los lugareños van avanzando puestos en la narshrutka, cuando otros bajan, como si fuera una partida de Tetris. Y eso, que tenemos suerte, ya que es domingo y hoy no hay colegios, ¡porque si no!...

          Ya no tenemos fuerzas ni para quejarnos, pero aún quedan más incidencias entre bote y bote, que te destrozan el culo y descuajeringan el cuerpo. Toca detenerse cinco minutos, porque una niña, que se acaba de subir hace un cuarto de hora, se mea. Y después, los 18 pasajeros, que aún quedamos, debemos esperar un rato, sin rechistar, porque el conductor espera a otro, que no parece tener demasiada prisa y que le da igual, el ponernoslo un poco más fácil a los demás.

          Un corte de carretera y un extraordinario rodeo ponen el punto final. Y los últimos momentos del viaje, para entretenernos, nos los pasamos de charla, debatiendo, sí este estaría entre los cinco peores viajes de nuestra vida. Pues si.

          Tras seis horas y treinta y cinco minutos, casi sin aliento y entre suspiros, el chófer anuncia: "Karakol"

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