Todas las fotos de este post son, de Delhi
Delhi, al margen de resultar espantosa
y esquizofrénica para la mayoría de los viajeros -que normalmente,
afrontan como pueden, sus primeros o últimos días en India o
ambos-, es la única ciudad del mundo capaz de arruinar, al mismísimo
Mcdonalds. El que funcionaba, hace tres años, cerca de Connaught
Place, ha cerrado y el que hemos encontrado esta tarde, cerca del
Cuadrado Mágico -más bien, de la Muerte, como ya se ha expuesto-,
ya hace tiempo, que chapó sus puertas. Difícil competir, con los
puestos apestosos de hamburguesas de pequeña patata, que hasta los
guiris nos comemos, aunque sea a regañadientes (que diferencia con
la misma oferta gastronómica de otras partes del país)
Delhi te lo da todo y con mucha
generosidad. Si te alejas varios kilómetros del centro en el metro,
encuentras jardines excelentes, tumbas espectaculares, fuertes,
edificios oficiales... y, sobre todo, aceras.
Sin embargo, y en las calles -por
llamarlas de alguna manera-, de New Delhi, te puedes encontrar a un
tipo recién salido del hospital, negociando un tuck tuck , con la
bolsa de los meados colgando en bandolera; a un poli persiguiendo a
un minusválido, que no tiene dedos y que presume de emprendedor, con
su silla de ruedas de invención propia; una calle derrumbada, en la
que unos van echando desperdicios -incluidas lavadoras- y al día
siguiente, otros los reciclan; así, como hijos de puta, que
aprovechando la multitud, te rasgan con un cuchillo el bolso,
intentándote robar, lo que caiga.
En Delhi y al hilo de lo anterior, fue
donde nos ocurrió este suceso: -nos topamos con el lugar más
desagradable de India -y ya es decir, después de más de 30000
kilómetros por el país-, que no es otro que los bajos del paso
elevado, que hace de conexión, entre New Delhi y Old Delhi, donde se
aglutina lo peor de cada casa, tanto del género humano, como del
animal. Para el viajero, que se hospede cerca o en Main Bazar, la
vida cotidiana resulta una pesadilla, agravada por el incesante
calor, que fatiga a la ciudad la mayor parte del año.
Ir a por una botella de cerveza, a la
tienda del alcohol, a un restaurante local, a comer un arroz con
garbanzos o a consultar precios a una agencia o a la oficina de
reserva de trenes, te supone un peaje de maltrato emocional o mental
de precio incalculable, que aún te dura, cuando abandonas el país.
Aparte de la basura, los pelmas
-divididos en dos, los que quieren venderte algo y los que pretenden
molestarte-, los cruces de calles imposibles, los puestos móviles de
fruta, verduras o ropa, voy a tratar de enumerar todas las cosas, que
se desplazan por las calles y que generan una inquietud constante,
dejando a los indios al margen , por ser el elemento más peligroso.
En tan solo, diez minutos o en un
cuarto de hora, te topas con: bueyes, vacas, tuck tucks, motos,
rickshaws, coches, bicis, camionetas de la muerte, autobuses, perros,
monos, personas con bulto enorme en la cabeza y los tirados -que no
caídos- en el suelo, mendigos, policías que quieren hacer de su
abuso de autoridad un arte, señoras vejestorias, que te quieren
clavar en el pecho, la banderita de India para que les des una
limosna...
El viaje se apaga, muy a nuestro
pesar, aunque la temperatura nos derrite. Las cancelaciones de trenes
hacia el noreste son cada vez mayores y terminan con nuestro pequeño
sueño de llegar a Darjeeling y Sikkim.
Si nada se tuerce, en breve, volaremos
a casa y adiós, a India, para siempre.
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