Las nueve primeras son de la carretera, entre Manali y Leh (India). Las dos últimas, de Keilong (India)
El otro día en Kullu, deambulando
fuera de nuestra zona de seguridad -área peatonal y alrededores-,
nos topamos con la High Court y nos entraron escalofríos: un
edificio monolítico -nada anormal- pero con los notarios y abogados
en los alrededores, con sus despachos una mesa y dos sillas -muy
cutres-, ubicados encima de las aceras, de los barros o de las
pestilentes charcaleras, mientras redactaban documentos a máquina,
más antiguas, que la que me regaló una tía mía, en 1977 y
escribiendo con dos dedos. ¡Madre mía, si tienes un problema
judicial en este país, puedes ponerte a rezar lo que sepas!.
Decidimos, tomar el autobús estatal
de las nueve y meddia, mientras el del hotel nos observa resignado,
por no haber contratado su jeep. Hay otros más tempraneros, desde la
madrugada y el último parte a las 12:00 horas. Somos pocos pasajeros
y el vehículo se muestra desolado y vacío, algo insólito en este
país. Una abuela calurosa -todo el camino con la ventanilla
abierta-, su hija y su nieto -con gorro invernal-; un tipo con un
saco de cebollas, que de los botes y curvas, acabaron rodando por el
suelo; dos chicos jóvenes de cierto nivel de vida y amables -que no
completan ni medio recorrido- y dos señoras con shari de edad
mediana, que son las únicas que llegan hasta el final. Ese es el
pasaje con el que compartimos el camino.
Cielo nublado y amenazando lluvia.
Comenzamos la aventura. A los treinta y cinco minutos paramos a
almorzar, lo que nos parece un plan raro, tratándose de seis horas
de viaje y que todavía son las diez de la mañana. Tras media hora,
reanudamos la marcha. Primera parada obligatoria, para dejar pasa a
un rebaño interminable de ovejas.
Comenzamos a subir, curva cerrada tras
curva cerrada, durante casi dos horas. La vegetación va cambiando
-desaparecen los árboles y aparecen bellas flores rojas y blancas- y
las nubes van quedando por debajo de nosotros, ofreciendo bellas
estampas. La carretera es estrecha pero buena. Aunque hay gente a
ambos lados, no encontramos pueblos, pero sí dhabas -restaurantes
básicos- y campings, donde suponemos, que se alojan ellos y también,
cualquier viajero que lo desee.
Bendigo la pericia de este conductor y
del resto, que ganen lo que ganen por su trabajo, nunca estarán bien
pagados y sufro por la supervivencia de su familias. Pero, yo me
arrepiento de esta aventura y entre mil pensamientos malvados,
destaca uno : “si bebo algo más de la cuenta, me debo morir de
cáncer de hígado o de cirrosis y no desplomado en un barranco de
estos”.
Aún, nos quedan fuerzas para
regatearle al del alojamiento, de Keilong, cien rupias, a pesar de
que llueve a cántaros y no conocemos más hoteles. Por lo demás,
tarde sobre ruedas: rico chow mein, té asientaestómagos, tienda
cercana de alcohol y reserva sin problemas, para el autobús de
mañana, a Leh.
Sin embargo y a pesar de tantas
emociones, los tres mejores momentos del día han sido: tomar un
enorme y rico té en una simpática dhaba tibetana, la potente ducha
de agua caliente y el aterrizaje hasta el sueño, dado que mañana, a
las cuatro, tocan diana
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