Todas las fotos de este post son, de Delhi, menos la última, que es del aeropuerto, de Abu Dhabi (Emiratos)
Que el final de un viaje largo, a
India, está llegando, se detecta por unos cuantos síntomas, que
cualquier indiólogo sabe reconocer. Si empiezas a pensar, que hay
basura o meados, que huelen mejor, que determinados inciensos, mal
asunto. Si los efluvios de los chapatis recién hechos, te dan
arcadas, vete tomando nota. Y, sobre todo -síntoma principal-, si
llevas varios días tirando cosas, que durante meses atrás fueron un
tesoro, estás más cerca del aeropuerto, que de cualquier
experiencia regeneradora o reconfortante en eeste país amado-odiado.
Al fin, tenemos nuestros deseados
boletos de vuelta, a España, vía Abu Dhabi y con solo una escala de
tres horas. Llevamos ocho días en Delhi y es una experiencia, que no
la recomiendo. No, porque esta ciudad no merezca este tiempo -que lo
merece-, sino porque la barata vida diaria de dos guiris entusiastas,
acaba siendo agotadora, psicológicamente.
Por partes: no nos quejamos del hotel,
más bien, todo lo contrario, por cuatro euros, habitación razonable
-aunque oscura-, baño algo destartalado, pero sin embargo y como ya
dije, un wi-fi y un ventilador vertiginosos y tremendos, que nos
alivian nuestras necesidades, quitándonos el sudor y poniéndonos en
comunicación con el mundo. Bueno, aunque este último, más bien y
con su ruido, nos trepana nuestro cerebro, como si fuera una máquina
de exprimir cocos o caña de azúcar. Siete noches aquí son
demasiadas y más, con algún bichito en el colchón.
Pero esto no es nada, comparado con
las molestias que se sufren en esta ciudad para ir a visitar los
distintos atractivos turísticos alejados del centro. Las clases
medias van en sus coches y hacen vida familiar en torno a los
distintos jardines públicos, bien cuidados y, a veces, de pago. El
guiri rico, se apaña con un tuck tuck y ni siquiera cae en la cuenta
de este problema.
Pero los guiris de escaso presupuesto
-como nosotros-, los indios de baja alcurnia o muchos devotos
religiosos, que no van a pasearse, debemos pasar por las penalidades
de los controles, bien en la estación de trenes, New Delhi, bien en
el metro o donde se les ocurra, que para tales menesteres, tienen
mucha creatividad. Filas separadas para hombres y mujeres y policías
altaneros y descerebrados, que no dudan ni un momento en obligarte a
cualquier cosa, tan sólo por poder demostrar su autoridad.
A esto, se añaden las colas para
comprar el billete, para acceder o salir, por los torniquetes o para
montarte en el vagón -con mucho menos aire acondicionado, que hace
tres años- y rezar, a todo el panteón hindú, para poder salir vivo
de allí (mal lo llevas, sino sabes el lado de puertas, que abre en
cada estación).
Todo un despliegue patético y
complejo, para hacer las cosas a lo indio: burocracia inservible,
porque apenas tardan dos segundos en registrarte o en fisgar los
bultos de los lugareños -así, que van a pillar-, que transportan su
vida, día a día., con paquetones, que sobrepasan los 25 kilos y que
portan sobre la cabeza, como si de su uso en este menester, fuera a
nacer la idea brillante, que diera luz a su existencia.
Si todo va bien, ya no tenemos, que
tomar más el metro y sí el confortable transporte al aeropuerto. Y,
eso, que a pesar de los insufribles agobios, hoy, volvimos al Fuerte
Rojo y a la zona de la Mezquita, -la hemos visto por dentro, por
primera vez y ha sido una pasada, a pesar de que nos hayan confiscado
la cámara-, a disfrutar de los bazares, de los templos cercanos, de
un buen biryani con pollo, de ricos lassis y sobre todo, de la gente
y de su vida cotidiana.
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