Todas las fotos de este post son de Jerusalén, salvo que se indique lo contrario
Debíamos haber llegado a Jerusalén, unos días después de
Semana Santa. Teníamos hotel reservado, pero debimos anularlo con prisa. El
habernos encontrado en Siria con Longi y Ana, nos hizo cambiar de planes y para
visitar juntos la ciudad, nos plantamos en ella, en plena tarde del Viernes
Santo, sin reserva de alojamiento alguna. ¡Y cansados, muy cansados!, porque el
día había sido muy duro.
Más de tres
horas, habíamos pasado en la frontera de ingreso a Israel, entre registros de
equipaje, interrogatorios ridículos y alguna otra vejación. Sobre todo, hacia
Ana, a la que trataron de obligar a leer su diario de viaje íntimo, bajo
pretextos de seguridad.
A decir
verdad, nuestros problemas no habían hecho, más que empezar. Después del
mediodía del viernes, comienza el maldito Sabat. El país se paraliza, hasta el
sábado después del almuerzo. En ese periodo, ni siquiera se retira de las
calles de la zona histórica de Jerusalén, la molesta y pestilente basura.
Tampoco hay transporte público, lo
que nos lleva a negociar con otros desafortunados, un vehículo colectivo
privado, que nos sale por un ojo de la cara. Eran las ocho de la tarde, cuando
al fin, nos encontramos en la magnífica ciudad amurallada y con sus ocho
puertas. El comentario de Ana, destensa el ambiente: “parece, que estuviéramos
en Ávila”, le indica a su novio, afincado en esa ciudad.
Pero, la
alegría fue breve. Después de pasear un rato por el centro y con
peregrinaciones y campanadas de fondo, constatamos, que no hay una sola plaza
de hotel libre. ¡Sólo se nos ocurre a nosotros, haber llegado este día!.
Decidimos
alejarnos del centro y caemos en garras de un despiadado taxista sin escrúpulos
–todos en Jerusalén lo son, como en ninguna otra parte del mundo- y tenemos,
incluso, que amenazarle con llamar a la policía, ante lo que aún se muestra más
chulesco. El menos, el hotel donde nos han dejado, dispone de plazas libres
(aunque escasas). Son caras, pero nos podrían haber pedido mucho más, viendo
nuestras desesperadas circunstancias.
Estar en
Jerusalén un Sábado Santo, supone un gran privilegio, porque se lleva a cabo la
Pesaa, una impresionante celebración tradicional cristiana, que se desarrolla
una sola vez al año. Pero también, supone muchas molestias. No solo por las
multitudes, que la siguen y las habituales peregrinaciones.
También, por el tratamiento, que
te da la policía o el ejército, como hagas algo –supuestamente- inadecuado.
Aunque, eso en Jerusalén, ocurre a todas horas y todos los días del año. No
solo se convierten en sospechosos árabes o palestinos, sino cualquiera –por muy
turista, que sea-. Se trata de chicos y chicas de muy corta edad, que con ametralladora
en ristre e inmaculado uniforme de camuflaje, te enfocan con mirada despectiva,
te increpan, chulescamente o te perdonan la vida.
la de arriba es de Nablus (Cisjordania)
Respiramos
a fondo y tratamos de ingresar a la explanada de las mezquitas, pero también de
forma muy maleducada nos indican, que nos hemos pasado de la hora y debemos
volver mañana (para guiris solo se puede visitar hasta las once y media). Este
lugar es disputado por tres religiones, aunque se encuentra en le barrio árabe,
el más animado de la ciudad (aunque sus comerciantes, no son solo de esta etnia).
Vistas las
dificultades en las zonas cristiana y musulmana, nos adentramos en el barrio judío
–el más pequeño y carente de interés- y el armenio, coqueto y tranquilo. Ni por
asomo y a estas horas, resulta posible llegar a la iglesia del Santo Sepulcro.
Los tres
deleites de Jerusalén, nos llegaron a continuación. Primero, el Muro de las
Lamentaciones –lo que queda del antiguo templo de Salomón-, donde los judíos –separados
por sexos- se emplean a fondo, en sus forzados gestos, repetitivos rezos o
cabezazos contra la piedra de la pared.
Segundo, la
maravillosa vía Dolorosa, por la que recorrer el vía crucis entero y
entretenerse en las curiosas y beatas tiendas. Y por último y tirando de
Biblia, todos los atractivos, que se encuentran en las inmediaciones del monte
de los Olivos.
A escasos
kilómetros de Jerusalén, se hallan –ya en Cisjordania-, Belén y Nablus, tras
cruzar las vergonzosas alambradas y los muros (estos sí, que son de las
lamentaciones). La segunda ciudad es bella, genuina y estupenda, si no se
encuentra en conflicto armado, como había ocurrido dos meses atrás.
Algunos
acontecimientos finales, nos sacaron de la escasa abulia, que vivimos en
aquellos apasionantes días. Al retornar de Nablus, fuimos encañonados con una
ametralladora, desde un coche. “Do you speak english?”, nos requirieron. Algo
no dijo, que teníamos que contestar, que no y acertamos.
Al cruzar
la alambrada, una jovencita engreída, vestida con uniforme militar, vio a todos
los demonios juntos, al contemplar en nuestro pasaporte, el sello de Siria.
Después, nos ofrecieron saltarnos la cola y los registros, por ser extranjeros,
pero declinamos la invitación y esperamos nuestro turno, entre los palestinos.
Uno de ellos, médico de profesión, estudió en el pasado en Cuba y al oírnos
hablar, nos espeta: “los judíos son unos hijos de puta, pero vamos a resistir”.