Todas las fotos de este post, son de la carretera, entre Keilong y Leh, menos la última, que es de este último lugar (India)
Hemos llegado a las 18:30, a Leh,
después de trece horas y veinticinco minutos de camino. ¡Madre
mía!.
La primera impresión no ha sido muy
ilusionante, dado que lo imaginábamos con más montañas -aunque, ya
hemos visto bastantes en estos dos días- y además la ciudad estaba
sin luz -por primera vez en este viaje– y nos ha costado muchísimo
encontrar alojamiento de emergencia, para esta noche.
Si el problema del anterior viaje, a
India, fue el insoportable calor, en este la palma se la están
llevando los autobuses estattales y las estaciones, que los alojan.
Y, os preguntareis: ¿me recomendarías la carretera, hasta Leh?.
Pues no, a nadie con dos dedos de frente, dado que si bien es
maravillosa, también es infernal. Yo no volvería a hacerla, ni
aunque al final de ella, se encontraran recién construidas las siete
maravillas de la antigüedad.
Pero, vayamos poco a poco, con la
historia del segundo día. El bus parte lleno, con doce minutos de
retraso, todavía de noche. Otros ocho guiris nos acompañan: las
tres chinas de la jornada anterior, una pareja de japoneses, dos
franceses -uno, el de las rastas- y un ciudadano misterioso, al que
no conseguimos sacar la nacionalidad, ni siquiera, por su pasaporte.
A los cuarenta y cinco minutos, primer
control policial de la jornada y al poco, parada para desayunar de
otros cuarenta y cinco minutos (en teoría, era de diez). Atravesamos
un terreno bastante neutro y feo, en el que trato de aprovechar para
dormir algo, pero cuando casi lo consigo, aparece un bello paisaje
desértico de varias tonalidades, que se ensancha, cuando vuelve a
aparecer el río, a diferentes alturas, tiempo que aprovecho para
hincharme a hacer fotos por el único cristal del bus, que no se abre
-eso sí y como sorpresa está muy limpio-. Antes de abandonar
Himachal Pradesh, llegamos a Sarchu, donde nos paran para el segundo
tedioso control de pasaportes.
Llevamos tres horas, escuchando a
tope, la música india apestosa del conductor y su ayudante -que no
sabemos en que ayuda, porque la reserva y el billete, la hemos pagado
ayer y no lleva a cabo ninguna labor-, que nos acompañará hasta el
final del viaje. Les da igual, lo que piensen los viajeros, y aunque
seamos guiris, todos resignados a sus caprichos.
Por supuesto, nos hemos tenido que
detener varias veces ante rebaños de ovejas, mulas y yacas, que
tienen prioridad o tener que hacer diversas maniobras equilibristas
en las curvas, para poder, sortear el vehículo de turno, que viene
de frente (uno tras otro y la mayoría, de gran tonelaje).
Una grúa aparcada, donde Shiva le ha
dado a entender, a su conductor y unas enormes rocas amontonadas,
impiden nuestro paso. Pues nada, ya surgen espontáneos salidos de la
nada para trasladarlas de lugar. ¡India, siempre solidaria y
comprensiva!.
Al fin y tras otro control policial,
hemos entrado en Ladakh y nos dedicamos a ascender hasta el infinito,
por una carretera de curvas delirantes, afortunadamente, en mucho
mejor estado . Vamos perdiendo de vista el precioso río y llega un
momento, en el que transitamos por encima de cualquiera de las
montañas de nuestro alrededor, certificado en un cartel, que nos
encontramos por encima de los 5.500 metros de altitud. Bajamos
algunos centenares de ellos y nos encontramos inmersos en una
profunda y preciosa garganta.
Cruzamos tres puentes baileys -a los
que les suenan las tripas, más que a nosotros- y con estos ya
llevamos más de veinte. Nos deprimimos. Haciendo la media aritmética
de 16 kilómetros por hora, nos da, que no llegaremos al destino
hasta las diez de la noche. Y, más, cuando paramos en un conjunto de
rústicas dhabas para comer y nos piden el doble o más, que lo que
llevamos pagando en nuestro ya dilatado periplo, por India. Así las
cosas, hoy tocan snacks y galletas, que mañana ya será otro día.
Otros guiris hacen lo mismo. Y es, que la diferencia entre un
extranjero y un indio consiste, en que para su desgracia, estos
últimos no conocen el concepto dignidad.
La parada de veinte minutos y como era
de esperar, se alarga hasta los cuarenta y cinco. Y, seguimos
subiendo, esperando ya llegar al cielo, dada a la altura a la que nos
movemos, que me parece, que estoy más cerca de un avión a reacción
en pleno vuelo, que de la ansiada playa.
Pero, como en la India no funciona el
cuento de la lechera, siempre puedes tener esperanza y de repente y a
más de 6000 metros de altutud, aparece una esplendida carretera, sin
obstáculos -ni siquiera de transito-, que nos pone a 60 por hora
(¡Bravo, Fernando!). Hemos tardado diez horas para realizar la mitad
del trayecto y vamos a conseguir hacer el mismo recorrido en solo
cuatro horas.
Primero, discurrimos una hora por esa
relajante carretera. Luego, subimos otra vez y llegamos a una gran
estupa, llena de mensajes y banderas de oración y cuando solo faltan
100 kilómetros, iniciamos el descenso hacia nuestro deseado destino.
El primer pueblo es Rumtse y si quitamos los campings y las zonas de
dhabas, es el primer núcleo poblacional en los últimos 250
kilómetros.
Después y para nuestro regocijo
-siempre vamos bajando-, aparece una preciosa garganta de enormes
rocas rojas y río verde encajonado, que nos acompaña, al meno,
durante unos 25 kilómetros.
El entretenimiento se acaba, cuando
nos topamos con Upsi y su tercer control de pasaportes y más
minucioso, por un policía, que en su garita tiene colgados en la
pared, sus uniformes de trabajo, suponemos, recién lavados y
planchados por su resignada señora y un camastro cercano. Peor,
fue, de todas formas, el primero que nos atendió esta mañana, que
estaba en una tienda de campaña, expuesta al severo frío.
La carretera de Manali, a Leh, la
hemos visto en dos versiones: la nublada y lluviosa de ayer y la
soleada de hoy. Como colofón final, el conductor -muy hábil, como
todos aquí- ha tenido el detallazo de apagar la insufrible música,
veinte segundos antes de aparcar. Se me rompe el reloj, escribiendo
esto: ¿que será lo próximo?.
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