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martes, 10 de octubre de 2017

Pánico a bordo: la carretera de Manali, a Leh (segunda parte)

Todas las fotos de este post, son de la carretera, entre Keilong y Leh, menos la última, que es de este último lugar (India)
           Hemos llegado a las 18:30, a Leh, después de trece horas y veinticinco minutos de camino. ¡Madre mía!.
       
          La primera impresión no ha sido muy ilusionante, dado que lo imaginábamos con más montañas -aunque, ya hemos visto bastantes en estos dos días- y además la ciudad estaba sin luz -por primera vez en este viaje– y nos ha costado muchísimo encontrar alojamiento de emergencia, para esta noche.

          Si el problema del anterior viaje, a India, fue el insoportable calor, en este la palma se la están llevando los autobuses estattales y las estaciones, que los alojan. Y, os preguntareis: ¿me recomendarías la carretera, hasta Leh?. Pues no, a nadie con dos dedos de frente, dado que si bien es maravillosa, también es infernal. Yo no volvería a hacerla, ni aunque al final de ella, se encontraran recién construidas las siete maravillas de la antigüedad.

          Pero, vayamos poco a poco, con la historia del segundo día. El bus parte lleno, con doce minutos de retraso, todavía de noche. Otros ocho guiris nos acompañan: las tres chinas de la jornada anterior, una pareja de japoneses, dos franceses -uno, el de las rastas- y un ciudadano misterioso, al que no conseguimos sacar la nacionalidad, ni siquiera, por su pasaporte.

          A los cuarenta y cinco minutos, primer control policial de la jornada y al poco, parada para desayunar de otros cuarenta y cinco minutos (en teoría, era de diez). Atravesamos un terreno bastante neutro y feo, en el que trato de aprovechar para dormir algo, pero cuando casi lo consigo, aparece un bello paisaje desértico de varias tonalidades, que se ensancha, cuando vuelve a aparecer el río, a diferentes alturas, tiempo que aprovecho para hincharme a hacer fotos por el único cristal del bus, que no se abre -eso sí y como sorpresa está muy limpio-. Antes de abandonar Himachal Pradesh, llegamos a Sarchu, donde nos paran para el segundo tedioso control de pasaportes.

           Llevamos tres horas, escuchando a tope, la música india apestosa del conductor y su ayudante -que no sabemos en que ayuda, porque la reserva y el billete, la hemos pagado ayer y no lleva a cabo ninguna labor-, que nos acompañará hasta el final del viaje. Les da igual, lo que piensen los viajeros, y aunque seamos guiris, todos resignados a sus caprichos.

          Por supuesto, nos hemos tenido que detener varias veces ante rebaños de ovejas, mulas y yacas, que tienen prioridad o tener que hacer diversas maniobras equilibristas en las curvas, para poder, sortear el vehículo de turno, que viene de frente (uno tras otro y la mayoría, de gran tonelaje).

           Una grúa aparcada, donde Shiva le ha dado a entender, a su conductor y unas enormes rocas amontonadas, impiden nuestro paso. Pues nada, ya surgen espontáneos salidos de la nada para trasladarlas de lugar. ¡India, siempre solidaria y comprensiva!.

          Al fin y tras otro control policial, hemos entrado en Ladakh y nos dedicamos a ascender hasta el infinito, por una carretera de curvas delirantes, afortunadamente, en mucho mejor estado . Vamos perdiendo de vista el precioso río y llega un momento, en el que transitamos por encima de cualquiera de las montañas de nuestro alrededor, certificado en un cartel, que nos encontramos por encima de los 5.500 metros de altitud. Bajamos algunos centenares de ellos y nos encontramos inmersos en una profunda y preciosa garganta.

          Cruzamos tres puentes baileys -a los que les suenan las tripas, más que a nosotros- y con estos ya llevamos más de veinte. Nos deprimimos. Haciendo la media aritmética de 16 kilómetros por hora, nos da, que no llegaremos al destino hasta las diez de la noche. Y, más, cuando paramos en un conjunto de rústicas dhabas para comer y nos piden el doble o más, que lo que llevamos pagando en nuestro ya dilatado periplo, por India. Así las cosas, hoy tocan snacks y galletas, que mañana ya será otro día. Otros guiris hacen lo mismo. Y es, que la diferencia entre un extranjero y un indio consiste, en que para su desgracia, estos últimos no conocen el concepto dignidad.

          La parada de veinte minutos y como era de esperar, se alarga hasta los cuarenta y cinco. Y, seguimos subiendo, esperando ya llegar al cielo, dada a la altura a la que nos movemos, que me parece, que estoy más cerca de un avión a reacción en pleno vuelo, que de la ansiada playa.

          Pero, como en la India no funciona el cuento de la lechera, siempre puedes tener esperanza y de repente y a más de 6000 metros de altutud, aparece una esplendida carretera, sin obstáculos -ni siquiera de transito-, que nos pone a 60 por hora (¡Bravo, Fernando!). Hemos tardado diez horas para realizar la mitad del trayecto y vamos a conseguir hacer el mismo recorrido en solo cuatro horas.

          Primero, discurrimos una hora por esa relajante carretera. Luego, subimos otra vez y llegamos a una gran estupa, llena de mensajes y banderas de oración y cuando solo faltan 100 kilómetros, iniciamos el descenso hacia nuestro deseado destino. El primer pueblo es Rumtse y si quitamos los campings y las zonas de dhabas, es el primer núcleo poblacional en los últimos 250 kilómetros.

          Después y para nuestro regocijo -siempre vamos bajando-, aparece una preciosa garganta de enormes rocas rojas y río verde encajonado, que nos acompaña, al meno, durante unos 25 kilómetros.

          El entretenimiento se acaba, cuando nos topamos con Upsi y su tercer control de pasaportes y más minucioso, por un policía, que en su garita tiene colgados en la pared, sus uniformes de trabajo, suponemos, recién lavados y planchados por su resignada señora y un camastro cercano. Peor, fue, de todas formas, el primero que nos atendió esta mañana, que estaba en una tienda de campaña, expuesta al severo frío.

          La carretera de Manali, a Leh, la hemos visto en dos versiones: la nublada y lluviosa de ayer y la soleada de hoy. Como colofón final, el conductor -muy hábil, como todos aquí- ha tenido el detallazo de apagar la insufrible música, veinte segundos antes de aparcar. Se me rompe el reloj, escribiendo esto: ¿que será lo próximo?.

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