Las tres primeras son, de Bishkek (Kirguistán y el resto, de Taskent (Uzbekistán)
Comprar los billetes, de Bishkek, a Taskent, no resulta demasiado difícil. Nos pidieron el pasaporte y pusieron pocas pegas. Esto, hace sólo siete meses, hubiera sido imposible, porque hasta febrero pasado, Uzbekistán exigía un visado tramitado, previamente.
La cosa empieza mal y no por los quince minutos de retraso en la salida, sino porque nos quieren gestionar nuestros pequeños bultos a su manera y guardarlos en el maletero del autocar. Tras una larga discusión, ellos ganan.
Las dos primeras horas las pasamos durmiendo, dado que hemos venido, previamente, abundante cerveza. Y eso, a pesar de la película, que van emitiendo a todo volumen. Anochece, cuando llegamos a la primera frontera. Salimos de Kirguistán sin demasiados trámites y entramos en otro país. Como hay, que rellenar a toda prisa dos formularios -uno grande y otro pequeño-, nos ponemos nerviosos y ni miramos de que nacionalidad se trata. Encima, parte de uno de ellos, no está en inglés, ni en nuestro alfabeto. Falsa alarma, porque se muestran bastante transigentes.
En 25 minutos hemos hecho todos los trámites y en 55, el bus ha pasado la severa y minuciosa inspección del foso. El móvil, a través de las redes celulares nos chiva, que estamos, en Kazajistán (no es necesario visado desde enero, de 2017). ¡Bendita tecnología!. Parece, que todos los recorridos entre estas dos ciudades atraviesan el sur de esta nación.
La noche va a ser larga. Bebo vodka y nadie se entera o se quieren enterar. Y todo, porque la mayoría van viendo en las pantallas un show a todo volumen, parecido al "Club de la Comedia", pero a la uzbeka.
Pasan más de siete horas, cuando paramos a mear con la vejiga ya inflamada. No tenemos dinero kazajo, así que a buscarnos la vida entre los árboles con el peligro de hacernos daño. Cuando arrancamos parece, que estamos en las afueras de Taraz -la ciudad luminosa, a tenor de los miles de farolas de luz blanca-, pero en realidad, sabríamos luego, que se trata, de Shynkem, mucho más cercana al borde fronterizo. Entonces, sube una señora y con la connivencia del conductor, va haciendo de cambiará de moneda a todo el que quiere -no demasiados-, contando y recobrando los billetes de escaso valor de estos lares.
No hay un solo momento de calma porque salimos de Kazajistán, de forma lenta y atropellada, devolviendo el formulario de la aduana. Hemos estado en este país ocho horas, pero tenemos planes de regresar para el futuro casi inmediato.
Entrar en Uzbekistán lleva su tiempo -ya voy bastante confundido y harto hasta para calcularlo-, pero los trámites son más sencillos de lo previsto. Ni se rellena formulario alguno, ni te registran el equipaje, ni te miran el móvil, como dicen por ahí en los blogs, como no hace mucho. Parece que las cosas evolucionan. Por el contrario, se ceban con el registro del vehículo en plena madrugada.
En el último tramo, ni siquiera me da tiempo a rematar la botella de vodka, que terminó en la estación, de Taskent. Son las 4:30 de la mañana y hemos ocupado más de doce horas en esta paciente aventura. Mi pareja se tumba en un banco y yo en el suelo y nadie nos molesta.
Comprar los billetes, de Bishkek, a Taskent, no resulta demasiado difícil. Nos pidieron el pasaporte y pusieron pocas pegas. Esto, hace sólo siete meses, hubiera sido imposible, porque hasta febrero pasado, Uzbekistán exigía un visado tramitado, previamente.
La cosa empieza mal y no por los quince minutos de retraso en la salida, sino porque nos quieren gestionar nuestros pequeños bultos a su manera y guardarlos en el maletero del autocar. Tras una larga discusión, ellos ganan.
Las dos primeras horas las pasamos durmiendo, dado que hemos venido, previamente, abundante cerveza. Y eso, a pesar de la película, que van emitiendo a todo volumen. Anochece, cuando llegamos a la primera frontera. Salimos de Kirguistán sin demasiados trámites y entramos en otro país. Como hay, que rellenar a toda prisa dos formularios -uno grande y otro pequeño-, nos ponemos nerviosos y ni miramos de que nacionalidad se trata. Encima, parte de uno de ellos, no está en inglés, ni en nuestro alfabeto. Falsa alarma, porque se muestran bastante transigentes.
En 25 minutos hemos hecho todos los trámites y en 55, el bus ha pasado la severa y minuciosa inspección del foso. El móvil, a través de las redes celulares nos chiva, que estamos, en Kazajistán (no es necesario visado desde enero, de 2017). ¡Bendita tecnología!. Parece, que todos los recorridos entre estas dos ciudades atraviesan el sur de esta nación.
La noche va a ser larga. Bebo vodka y nadie se entera o se quieren enterar. Y todo, porque la mayoría van viendo en las pantallas un show a todo volumen, parecido al "Club de la Comedia", pero a la uzbeka.
Pasan más de siete horas, cuando paramos a mear con la vejiga ya inflamada. No tenemos dinero kazajo, así que a buscarnos la vida entre los árboles con el peligro de hacernos daño. Cuando arrancamos parece, que estamos en las afueras de Taraz -la ciudad luminosa, a tenor de los miles de farolas de luz blanca-, pero en realidad, sabríamos luego, que se trata, de Shynkem, mucho más cercana al borde fronterizo. Entonces, sube una señora y con la connivencia del conductor, va haciendo de cambiará de moneda a todo el que quiere -no demasiados-, contando y recobrando los billetes de escaso valor de estos lares.
No hay un solo momento de calma porque salimos de Kazajistán, de forma lenta y atropellada, devolviendo el formulario de la aduana. Hemos estado en este país ocho horas, pero tenemos planes de regresar para el futuro casi inmediato.
Entrar en Uzbekistán lleva su tiempo -ya voy bastante confundido y harto hasta para calcularlo-, pero los trámites son más sencillos de lo previsto. Ni se rellena formulario alguno, ni te registran el equipaje, ni te miran el móvil, como dicen por ahí en los blogs, como no hace mucho. Parece que las cosas evolucionan. Por el contrario, se ceban con el registro del vehículo en plena madrugada.
En el último tramo, ni siquiera me da tiempo a rematar la botella de vodka, que terminó en la estación, de Taskent. Son las 4:30 de la mañana y hemos ocupado más de doce horas en esta paciente aventura. Mi pareja se tumba en un banco y yo en el suelo y nadie nos molesta.