Salvo algún tramo corto -entre Tánger y Asilah-, no tomábamos un tren en Marruecos, desde nuestro primer viaje al país, en 2005. La estación de Taza tiene un potente wifi libre y suele tener colas en las ventanillas, casi durante todas las horas del día. Agradecimos dejar este lugar, dado que la tarde anterior, habíamos mantenido una fortísima y desagradable discusión con un par de mendigos toca huevos.
El convoy, con final en Nador, iba abarrotado y no tardamos nada en entrar de lleno en la primera pelea. Los asientos, en compartimentos de ocho, son numerados y los nuestros estaban ocupados. Fue sencillo levantar al niño, que ocupaba el mío. Pero la vieja y gorda, vestida de negro hasta las orejas, cargada de enormes maletas, que ocupaba el de mi pareja se negaba en redondo, a gritos y con aspavientos, a abandonar la estrecha butaca. Tuvimos, que emplearnos a fondo para echarla de allí y verla alejarse con todos sus bultos y echando pestes en árabe.
El tren salió y llegó puntual. En el colorido compartimento, íbamos siete adultos -seis mujeres y yo- y siete niños. Una madre con su hija adolescente. Otra con dos churumbeles y una tercera -en edad de poder tener más - con cuatro críos y seis maletas, viajando sola. Para que os hagáis una idea de las condiciones de vida de la mujer en el tercer mundo.
En Taourirt estaba lloviendo a cántaros. Constatamos, que solo hay dos trenes , al día, a Nador. Pero nosotros no queríamos llegar hasta allí, porque el aeropuerto está 30 kilómetros antes y la ciudad ya la conocemos.
Como el tren, que nos venía menos mal parte a las 06:41 y no queríamos madrugar, nos empapamos haciendo a pie los cinco kilómetros, que hay hasta la terminal de autobuses y taxis compartidos. Ambas no están en muy buenas condiciones, permaneciendo semi abandonadas y hoy, plagadas de goteras. Las alternativas, que nos ofrecieron no fueron mejores y resultaban más caras.
Al fin y retornando al centro dejó de llover. La ciudad estaba vacía y absolutamente anegada.
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