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martes, 15 de mayo de 2012

Objetivo Mauritania


            Tras abandonar El Aaiun, los controles policiales nos siguieron molestando, al grito, de ¿cuál es su profesión?. Por supuesto, siempre fuimos sinceros en nuestras respuestas: periodista y terrorista, como Alá manda. A los franceses, no les piden nada, ni les hacen preguntas. Debe ser, que todos tienen oficios muy adecuados y prósperos.
Vendiendo su trabajo, en Dakhla


Después de una noche de viaje, llegamos a Dakhla, última ciudad poblada, antes de arribar a Mauritania, aunque aún muy alejada de la frontera. No hay transporte público, por lo que el que no tenga vehículo propio, acabará cayendo en las manos del dueño del hotel Sahara. El lugar es tan adecuado y afable, como el dueño, pesetero. Pero, él tiene la sartén por el mango. El precio –caro, aunque depende, como se interprete- es innegociable y ha subido un 20%, en dos años.

Tras hacer noche, partimos a la hora convenida, en un antiguo Mercedes, bien mantenido, junto a un chico marroquí y una oronda señora, a la que llamamos “la chupa-chups” de fresa y nata, por su vestimenta. Es medio liberal: va tapada hasta las cejas, pero fuma como una coracha. ¡Esto ya no es lo que era!
                                   Desierto del Sahara
                                                                                              
El desierto sigue siendo tan desértico y vulgar, como en los últimos tiempos. La frontera de Marruecos es desorganizada y nuestro conductor, para adelantar tiempo, trapichea y soborna a los funcionarios. Atravesamos unos cinco kilómetros, de tierra de nadie, sin asfaltar o siquiera alisar. Quién no conozca la zona, puede acabar no encontrando nunca, el puesto fronterizo mauritano.

Entramos en el nuevo país, rodeados de amabilidad, simpatía y trámites sencillos. A pesar de que sigan obsesionados, con nuestra profesión y el itinerario. Cuentan hasta con un escáner, lleno de arena y polvo, como todo aquí. No hay control aduanero, así que los tres litros de alcohol marroquí, que llevamos camuflados en botellas de agua, se van para adentro.

La carretera vuelve a ser buena. Hay algo más de tráfico, que desde Dakhla, donde hemos pasado más de una hora, sin cruzarnos con nadie. Adelantamos a varios camiones, de inquietante remolque vacío. Hasta aquí, ya no se adentran las caravanas de los acomodados jubilados europeos.

Nouadhibú resulta desconcertante, por varios motivos, aunque no, porque todas las calles, asfaltadas o no, estén llenas de polvo y arena, Es una urbe sin estructura, de plantas bajas, en torno a una circunvalación. Cada uno ha construido donde ha querido y lo que le ha dado la gana. Poco caos y escasos transeúntes en un lugar, donde resulta difícil saber, donde y de que viven.
Nouadhibou
Los puestos callejeros son escasos: de mandarinas y naranjas, recargas de móviles, cigarrillos sueltos y chupa-chups. Gran amabilidad, para una localidad, donde ni siquiera hay bares de te o café y donde los niños juegan en futbolines, con solo la mitad de los jugadores y al lado de coches destrozados y saqueados, de todo lo que tuviera valor.

Mauritania es cara y en estas primeras horas, nos sentimos contrariados por algunas cosas. Pero no, desde luego, porque tanta gente hable nuestro idioma y porque casi todo lo que se vende aquí, proviene de marcas de nuestro país, adquiridas en Ceuta y Melilla y transportadas, a través de Marruecos y Sahara Occidental. No me extraña, que los polis hayan sido tan considerados en la frontera.       

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