El primer susto del viaje nos lo llevamos al llegar, a Madrid, en el Centro Comercial de Príncipe Pío, junto a la estación, cuando una chica, que caminaba deprisa y mirando el móvil abducida, se estampó la cara contra un escaparate de metacrilato. Su guapo rostro quedó conmocionado y el golpe sonó a algo grave. Eso sí y aunque aturdida, ni dejó de mirar la pantalla ni lo soltó de la mano.
El vehículo de Flixbus, a Lisboa fue casi lleno y no me extraña, con esos precios (10€). Salimos en punto y llegamos con tres cuartos de adelanto, a las siete de la mañana. Los asientos muy cómodos y con enchufe funcionando, aunque no el wifi. A la vuelta fue al revés.
Desde la cutre estación de Oriente y como era pronto, decidimos, ir al centro caminando y no fue buena idea. Primero, porque son casi dos horas y después, porque estaba lloviendo. Además, la ruta es altamente tercermundista, no habiendo casi aceras y hallando numerosas colonias de tiendas de campaña debajo de los puentes elevados de las carreteras, ocupados por gentes pobres. Tuvimos, que confirmar, que estábamos en Portugal y no en África.
Al final y casi empapados, llegamos a la Plaza del Comercio y empezamos a explorar la ciudad. Recorrimos la calle semipeatonal Augusta y campamos con dificultad por la Baixa -demasiada gente-, hasta la plaza de Rosio.
Después, nos acercamos a la catedral, ubicada en el barrio de Aldama -antes conflictivo - y terminamos en el bonito enclave del castillo.
Como el checkin de nuestro hotel no era posible hasta las dos y seguía lloviendo, paramos un buen rato en el mercado de la Ribeira, que mezcla puestos tradicionales y gourmet. Lleno de lugareños y turistas, pero para que os hagáis una idea, el kilo de gambas tigre, ¡a 85€!
Nuestro alojamiento era la guest house SwissLisbon en el periférico barrio de Alcántara. Habitación correcta, aunque abuhardillada y pequeña. Habíamos pagado 30€ por ella y la sorpresa fue mayúscula y desagradable, cuando nos enteramos de que 8€ -cuatro cada uno-, corresponden a la maldita tasa municipal ¡un abuso!.
Decidimos dedicar la tarde -tras devorar varios y baratos pasteles de nata-, llegar andando por la desembocadura del Tajo, hasta el monumento de los Descubridores, la torre de Belém y el monasterio de los Jerónimos. Al final, salió el sol.
Junto a nuestro alojamiento pudimos hacer las últimas compras en un Lidl y un Pingo Doce.
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