Evora era una de las pocas ciudades portuguesas, que nos quedaba por conocer. Desde Madrid, está camino de Lisboa pero lo cierto es, que sale mejor llegar hasta la capital lusa y volver, que parar de camino. Son unos 125 kilómetros, por los que pagamos 3€, con Flixbus, aunque vimos billetes a 2€, para otros días.
La estación de buses de Evora no está muy lejos del centro, aunque el camino es incómodo. En realidad -y en eso nos recuerda mucho a las ciudades medianas de México-, casi todas las aceras son detestables en Portugal, por estrechas, irregulares y llenas de cosas. ¡Un asco y un estrés innecesario!
El tema del alojamiento, también llevó su esfuerzo. Acabamos en una habitación de un apartamento compartido en el centro, con auto check-in, pero con una soldado/limpiadora, que vigilaba cada uno de nuestros movimientos desde la habitación contigua. Otra molestia, con la que lidiar.
Evora es muy bonita, a pesar de los grupos de los tours, que la asedian en las horas centrales de la mañana, incluso en invierno. Debería ser mucho más peatonal pero en el país vecino no están por estas cosas.
De todas formas, el bello casco histórico es muy compacto y se llega a todos los sitios de interés sin demasiado esfuerzo, a pesar del maldito empedrado. El precio de las visitas le da vergüenza a todo el mundo, menos a quien lo pone.
Resumiendo sus atractivos, que podéis encontrar en cualquier guía o web: las ruinas del templo de Diana, que son básicamente columnas, sobre un soporte elevado; la catedral mazacote; la iglesia de San Francisco; la universidad; la muralla y su torreón y la capilla de los huesos, que en su época fue construida con esqueletos humanos, porque no tenían donde enterrarlos. ¡A grandes males, espectaculares remedios!
No debemos olvidarnos de un extraño acueducto, donde apelando al pragmatismo, han construido centenares de casas debajo de sus arcos o adosados a ellos.
Evora de noche está más muerta, que Amberes y Lucerna juntas.
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