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jueves, 22 de diciembre de 2022

Adiós a Bombay y al viaje

           Cada vez, que llegamos a India, salimos disparados, como un cohete. Como si nos persiguiera el mismísimo diablo, corremos despepitados en busca de emociones, no viendo siquiera los posibles inconvenientes o el inapelable desgaste, que este país genera, si lo visitas a lo bestia, cómo es nuestro caso. Y, como era de esperar, los días han ido pasando y paulatinamente, nos hemos ido apagando, también debido a la inevitable pereza, al machacante calor y a las seductoras comodidades de nuestra estancia, en Goa.

          El hotel de Bombay no es una maravilla, pero dado los precios del alojamiento aquí, siendo de largo la ciudad más cara, de India,no nos quejamos de la relación calidad precio. Y además, la ubicación es perfecta, en pleno corazón de Colaba. Nos va a servir, simplemente, para refugiarnos y  protegernos, en estas últimas horas de viaje, en las que nada queremos saber ya, de India.

          Apenas, lo abandonamos ya, para conseguir unos sándwiches vegetales -,sin chile, que nuestro estómago no aguanta más picante - y un refresco y para dirigirnos a la muy concurrida Puerta de la India, en la que la entrada se realiza separada por sexos, después de traspasar un vibrante y caótico mercado, donde se vende mucha fruta pelada y partida, en bandejas y fritanga de todo tipo. Y aún así, a mi pareja está a punto de atropellarla un vehículo.

          Por la tarde, después de un largo reposo y convalecencia viajera, antes de anochecer, nos atrevemos a ir a comprar agua y unos snacks, en unos puestos cercanos y sin cruces peligrosos. Ni siquiera valoramos, llegar hasta la tienda de bebidas alcohólicas, porque las aglomeraciones nos generan un estrés insoportable. Aquello, que es anodino y ligero, a principio del viaje, pesa ahora, como una insoportable losa de granito. Tiraremos, como se pueda, con las existencias etílicas almacenadas, en Goa.

        La noche pasa fugaz, protegidos del pegajoso calor por nuestro potente ventilador. Nos despertamos más pronto de lo necesario, porque no podemos contener el deseo de irnos, de poner tierra y continente de por medio. Arramplamos con unas samosas y unas bondas y tomamos el camino de la estación de trenes, de la que nos separa algo más de media hora, caminando. Es lunes y afortunadamente, las calles están más vacías y con menos tráfico, que ayer. Hay bastantes semáforos en el centro. Cuando los conductores les hacen caso, el tiempo es muy desfavorable para el peatón: solo 10 segundos para cruzar, por 280 para los vehículos y resto de cacharros rodantes.

          A estas horas, las puertas de la terminal ferroviaria vomitan gente, como si de tratara de una insoportable resaca, después de una noche de borrachera. Dos son los temores, que nos separan del aeropuerto. Que el cercanías vaya lleno, hasta Andheri -unos tres cuartos de hora- y el posterior autorickshaw,cuya conducción infernal y descontrolados atascos, ya sufrimos a la ida.

          Pero, inesperadamente, todo va bien. El tren tiene un aforo moderado y por 100 rupias más, de lo que vale un tuck tuk -apenas 1,25 euros más -, nos subimos a un nuevo y flamante taxi. Desde sus cómodos asientos tapizados y sus ventanillas, vivimos nuestros últimos instantes en las calles de la India, como si lo viéramos desde un lujoso y protegido palco.

          ¡Otra vez , salimos vivos de aquí!


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