Todas las fotos de este post son, de Busan (Corea del Sur)
Para ir a Busan -la
segunda ciudad más poblada del país-, lo mejor es tomar un
confortable tren nocturno, que va lleno, aunque sin jaleo, porque
esta gente es relativamente tranquila y muy civilizada. Son las
cuatro y cuarto de la mañana, cuando llegamos a la estación
ferroviaria, después de que no nos pidan los billetes y entretenemos
el tiempo, sesteando junto a los apacibles mendigos y trasteando con
el wi-fi gratuito de esta terminal. Elegimos este lugar, porque los
sin hogar tienen experiencia en estas lides y es donde mejor hace y
menos aire corre en esta enorme terminal. Nadie nos molesta o pide
explicaciones.
Una vez amanece, cargamos
con los bultos hacia el mercado de pescado y marisco -a unos tres
kilómetros- más fantástico, que hayamos visto jamás. Es tanto
interior, como exterior y parece infinito (o al menos, nosotros
queremos, que no se acabe nunca). Abarca centenares de especies
-algunas desconocidas para nosotros- y desarrolla todas las formas de
negocio: el pescado y mariscos vivos, que permanece sumergido en
piscinas burbujeantes; el ya muerto, pero fresquísimo, destacando
sables y pulpos gigantes; el ya preparado en salazón o disecado; el
marinado, tratado y confitado y por último, el frito y el asado, de
los que te puedes meter una buena ración, al precio de 7.000 wons
(unos 5,5 euros).
Después de casi dos
horas dando vueltas, nos encaminamos hacia la famosa torre de
Busan, que se ubica en una gigantesca y jovial explanada, rodeada por
todas partes de enamorados, que han anudado sus candados en las
barandillas que rodean el mirador y que rinden pleitesía al banco
del amor, un hortera y alargado asiento, coronado por un corazón,
donde se hacen fotos y selfies poco originales. Puedes subir hasta lo
más alto de la torre para tener una vista de la ciudad y de su
bahía.
Cerca, se halla una
animada zona comercial semipeatonal, donde muchos vendedores tratan
de vender su género, metiendo mucho ruido desde la megafonía.
Frente a la estación, Chinatown -es como si pusiéramos un little
Portugal, en España-, donde ejerce su actividdad una poco molesta
prostitución y encontramos además, decenas de restaurantes y
alojamientos.
Son bastante más caros,
que en Seúl y algo desconcertantes. Sus gestores no tratan de
hacerse entender y te repiten hasta la saciedad la misma frase, en
veloz coreano. Cuando les pedimos, que nos escriben el precio en
números legibles, ponen 30.000 wons. Aceptamos y subimos, pero
ahora nos solicitan 10.000 más. Y así, en dos lugares distintos.
Naturalmente, nos fuimos de ambos. Al final, pagamos 40.000, pero en
un establecimiento de mucho mayor categoría
A las afueras de Busan,
coexisten un fantástico templo y un esforzado ascenso hasta la
puerta norte de la fortaleza. Es domingo y jubilados pertrechados de
bastones, polares térmicos, botas de montaña y demás equipación,
junto con mochilas de más de cien euros, parecen que se disponen a
escalar el Himalaya. Aunque, en cierta forma física, si debe uno de
estar para no sufrir mucho.
Dejamos Busan, entre
conciertos locales -muy malos, pero muy concurridos, quizás por el
aburrimiento general de la ciudad- y degustaciones en los
supermercados -deliciosas las de carne- y paseos y más paseos, dado
que debemos pasar noche en la estación, debido al ya mencionado caro
precio de los hoteles.
El viaje avanza deprisa y
ya hemos traspasado la línea del ecuador. A estas alturas, ya nos
sorprendemos menos de todo lo que nos rodea y estamos hartos de los
giliguardias -personal, que regula el tráfico en lugares inútiles,
generalmente en los accesos a los centros comerciales-, las
giliescaleras -donde no cabe un pie ni de perfil-, y de la
gililluvia -que en el País Vasco de llama chirimiri y en Asturias
orballu-.
También odiamos las
gilifuentes. Me explico. En casi todos los lugares imaginables de
Corea del Sur -fundamentalmente, en los grandes almacenes-, se
dispone de fuentes de agua potable y fría o caliente. En vez de
ofrecer vasos normales de plástico, te obsequian con conos de fino
papel. El agua acaba en todas las partes del cuerpo, salvo en la
boca.
Gyeongiu nos espera, en
lo que serán tres días de naturaleza, senderismo, templos y budas.