Abandonamos Tarfaya, contemplando como los niños se divierten, jugando al fútbol con un bote y las niñas, a las casitas, con cajas vacías de leche, zumos y yogures. Hemos tenido suerte, porque nada más llegar a la parada, hemos completado un taxi compartido. El conductor y uno de los viajeros, hablan perfecto español. El primero, porque ha vivido en Majadahonda. Casado con una filipina, tiene dos hijos españoles. Con las leyes de 2005, fue expulsado a Nador, algo que no nos cuadra, teniendo vástagos nacidos en España. El segundo es un amable saharaui, que tras larga y agradable conversación y después de que nos paren 17 minutos, en un exigente control policial, a la entrada de El Aaiún, nos lanza la frase contenida en el título de este post, de forma contundente.
Sin
embargo, la cosa no parece tan cierta. El extranjero que llega a esta ciudad,
no contempla resistencia activa o protestas mediante escritos o pintadas –como
ocurre en Palestina-. El Aaiún es una ciudad tranquila, moderna y civilizada,
que ofrece muestras de un buen nivel de vida. Aunque, resulta algo clónica: una
mezquita es igual a otra, una tienda a su competidora, un puesto al de al lado,
un edificio al de enfrente. ¡Aburre!. No sé porque, pero nosotros nos habíamos
imaginado, otro escenario muy distinto. Dakhla
El aire
sopla fuerte y de repente se detiene y así, todo el día. Debido a ello, en diez
minutos es verano y en otros cinco, invierno. Toda la ciudad es de color ocre,
al igual que las nubes, suponemos, preñadas por el omnipresente polvo del
desierto.
Ayer fue
domingo y hoy lunes, la urbe está más animada y salvo conversaciones
particulares, nada recuerda, que nos hallemos en un territorio ocupado. El
ambiente es hospitalario, aunque guardamos nuestras prevenciones. Muchos sólo
se nos acercan, para espetarnos: “viva el Sahara libre y viva el Frente
Polisario”, en perfecto español. La mayoría son críos, que no llegaran a los
quince años y que no deben tener ni idea, del meollo del conflicto. La gente de
más edad, apenas abre la boca. Vive y deja vivir, desengañada y con la callada
convicción, de que más vale una relativa prosperidad económica, que profundizar
en el odio.
El Aaiúsn
Nos topamos con varios jóvenes
combativos de palabra –que nos invitan a te y se fotografían con nosotros-, que,
sin embargo, están muy poco dispuestos a pasar a la acción. Por un lado, dicen:
“a por ellos, que son pocos y cobardes”. Pero por el otro, que “su revolución
sólo parte desde el alma”. Sus ropas y sus móviles, de última generación,
denotan que son de clase acomodada. Al menos, nos ponen en la pista, de dos
hechos, que el adversario no desmiente: la riqueza del Sahara Occidental, no
está en la arena del desierto, sino en los prósperos caladeros de pescado. Y
que El Aaiún, es la ciudad de la policía: “están infiltrados en todos los
sectores de la vida cotidiana y de la sociedad. ¡Hasta el tío que te vende las
patatas o los frutos secos, es uno de ellos!”
Compartiendo
el retraso del bus, a Dakhla, charlamos con un joven, que viene con su novia,
del entierro de un sobrino, de 17 años, muerto en un accidente de moto. Su
madre es marroquí, y su padre y su futura esposa, saharauis. No quiere saber
nada de política y entiende y rehuye a las dos partes. Es viajado y liberal y
aún así, dice que su sobrino, ahora estará mejor, porque ya ha llegado al
paraíso. La maldita religión, acaba siempre poniendo el punto sobre la i, en
cualquier conversación. Sea la que sea.