Este es el blog de algunos de nuestros últimos viajes (principalmente, de los largos). Es la versión de bolsillo de los extensos relatos, que se encuentran en la web, que se enlaza a la derecha. Cualquier consulta o denuncia de contenidos inadecuados, ofensivos o ilegales, que encontréis en los comentarios publicados en los posts, se ruega sean enviadas, a losviajesdeeva@gmail.com.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Insólito relax, en India

                          Todas las fotos de este post son, de Leh, menos las dos últimas, que son, de Choglamsar (India)
          A la tercera noche, decidimos cambiar de hotel, después del feo asunto del wi-fi, pero casi nos sale rana, dado que en un principio, no nos querían respetar el precio ofrecido ayer. Al final, negociando, conseguimos: una habitación, barata y buena, al lado de una cascada, pero con el baño un poco cutre.

          Constatamos, que nos habíamos equivocado y que el alojamiento aquí resulta numeroso y en todas las direcciones, la mayoría de las veces, a través de accesos cacharrónicos.

          Comer, resulta bastante repetitivo y caro aquí, comparado con destinos anteriores. Y, además, te cobran lo mismo por un plato en un tenderete cutre rodeado de meados, que en los aceptables establecimientos de restauración del casco histórico.

          Los alrededores de Leh no están muy congestionados y con paciencia y ánimo, se puede llegar a diferentes estupas, aunque a mi -que no a mi pareja- el estupómetro me está empezando a estallar, después de ver cientos de ellas.

          Desde que entramos en Himachal Pradesh, ya nadie nos pide nada por la calle, ni nos molestan. En la India se puede vivir a nuestro estilo – o sea-, viajando, comiendo, bebiendo y durmiendo, como un indio-, siendo todo muy barato o como un guiri tonto, que se va a gastar más en un mes aquí que en Austria (alquilar una moto, por ejemplo, son 28 euros al día).

          Las decenas de agencias, que nos rodean por aquí, viven de esto y saben que a los guiris no hay que acosarlos, porque caen sólitos en la red. El perfil treckinero es el más demandado por los agentes turísticos en estos lares. Generalmente, se trata de hombres, que se han cascado miles de kilómetros de avión, para hacer un sendero mítico. Ni pasean por el lugar, ni disfrutan de la montaña, ni hacen fotos... El objetivo ideal es alcanzar la meta y contarlo a la vuelta a la familia y amigotes. A estos los despluman sin el más mínimo esfuerzo.

          La temporada turística aquí es corta, debido al largo invierno, pero nunca verás que un comisionista vaya detrás de ti, a la caza, porque es más fácil sentarse a que caigan en las redes.

          Tanto transitar por la amplia zona peatonal, acabamos concluyendo, que los indios ni siquiera saben pasear. Siempre van pisándote el zapato por detrás o pegándote empujones, mientras las vacas transitan tranquilas y señoriales, sino las molestas. Pero, ni de ellas aprenden.

          Nos resultan encantadoras las ancianas señoras, que venden bastante con éxito, coliflores, patatas, manzanas y unos minúsculos y apetitosos albaricoques, en la calle principal. Parecen felices y relajadas, a pesar de que se tiran de sol a sol y tal vez, sean estos sus únicos ingresos. Pero, supongo que a lo largo de su vida han pasado por cosas peores.



        Como nos sobra tiempo y no queremos gastar mucho dinero en excursiones locales -que en furgoneta pública compartida son casi imposibles por falta de gente, renunciamos a Shey, que parece interesante y nos acomodamos a visitar la demandada, Choglamsar.

          Bajo la apariencia de un pobre pueblo tibetano cacharro, en este lugar se ubican el nuevo centro universitario del budismo, donde somos bienvenidos a sus conferencias en inglés, durante el teacher's day y un potente monasterio -nuevo o muy bien mantenido-, donde reciclan a niños y jóvenes monjes, para comerles el coco y que su vida discurra igual, que la de sus padres, totalmente encauzada y sin que se hagan preguntas

          No se trata de una localidad tan decadente, como muchos dicen, aunque hay un amago de centro comercial frustrado y muchas potenciales negocios cerrados. Sobreviven fruterías, pastelerías y restaurantes, porque la gente come en la calle y los restauradores compran a esos verduleros. Los heladeros, de helados a 10 rupias, también disfrutan de mercado.


         Cuando, ya casi nos íbamos a ir, un hombre persigue a un perro con una red y después de forcejear un rato, consigue atraparlo. Indiferencia de la ciudadanía, protesta perruna agresiva y feneralizada y estupor nuestro. Suponemos, que alguien ha contratado a un intermediario, para que lo atrape, probablemente, con fines crueles, y quizá, solo le hayan pagado 50 rupias (o menos).

          Vinimos a Leh, pensando que tendríamos, que comprarnos ropa de montaña, ante nuestro escueto equipaje, pero no nos ha hecho ninguna falta, porque salvo un pequeño chaparrón el primer dia, el sol ha gobernado nuestra estancia.


          Esta tarde, nos hemos abalanzado, sin pararnos a pensar -raro entre nosotros-, sobre un vendedor de polos de naranja, a cinco rupias, que no tenían envoltorio. ¡Pánico posterior!. Pero han pasado ya ocho horas y parece, que no sufrimos ninguna consecuencia.

¡Y el duro esfuerzo mereció la pena: maravillosa, Leh!

                                             Todas las fotos de este post son, de Leh (India) 
          Tras una noche horrible, de pesadillas, de dormir en un colchón, que más bien se asemeja a una tabla y de padecer los jaleos vecinales, a las ocho y media de la mañana ya estamos en la calle, con el mismo estrés de siempre, para ver la ciudad y resolver los muchos temas pendientes.
     


         Lo primero sería, buscar un nuevo alojamiento, pero como siempre, nos vamos perdiendo de estupa en estupa, de gompa en gompa, de palacio, en fortaleza... y nos da el mediodía. Lo segundo, desayunar y aunque a regañadientes, lo hacemos de una forma muy básica, a base de tritanga.


          A lo largo de la mañana, hemos encontrado la única tienda de alcohol -donde nos tratan de sacar más rupias de la cuenta-: agencias, en las que descartamos volar, desde aquí, hasta Delhi, por caro y, sobre todo, hemos hallado la oficina de turismo, donde una chica muy eficiente, resuelve todas nuestras dudas. Parece, que no estuviéramos, en India.

          Al contrario de lo que nos temíamos, la carretera de Srinagar, a Jammu está abierta y transitan por ella buses estatales. Esto significa, que no tendremos, que volver por la carretera de la muerte, a Manali y que podremos cerrar nuestro recorrido en circulo, a través de Cachemira. Es la mejor noticia del día, aunque el bus desde aquí, a Srinagar, tenga un precio abusivo y tarde unas veinte horas.

          A la una de la tarde, encontramos una guest house a muy buen precio, pero ya hemos pagado en el otro hotel, donde por solo abonar 300 rupias por la habitación, no tenemos derecho a la clave del wifi, ni siquiera pagando: ¡India en estado puro!.

          A decir verdad, Leh resulta espectacular y la incluimos en las cinco ciudades más bonitas de este viaje -no sabemos en que orden-, pero otra vez, nos topamos con una urbe cacharro. En este caso, el tráfico no es complicado -sólo coches y microbuses, sin tuck tucks, ni rikshaws- y apenas encontramos basura, pero el polvo, que se respira y se pega como una lapa en el cuerpo, resulta insoportable. Y, más, porque por una habitación con agua caliente para quitártelo, te piden una fortuna y sino, a ducharte directamente con el agua de los glaciares himalayos.

          Y es, que resulta estúpido aquí, contratar un treking, con lo divertido que resulta el urbano, al recorrer el barrio viejo y también caminando por el resto de la ciudad: aceras de las que para subirlas o bajarlas, debes sortear cinco escalones o tirarte en plancha, montoneras que se asemejan al Everest, barrancos inesperados en cualquier parte y obras por doquier, donde uno coge escombros con la pala y otro, provisto de una cuerda, tira de ella, para que resulte más fácil (supuestamente). Y eso, por no hablar de la subida al palacio o al fuerte, que no llegamos a completar: es escalofriante, andar trepando por esos riscos, a los que tienen respeto hasta las cabras. Los fabricantes de barandillas en este país se mueren de hambre ¡Pobres!

          Esto es así, menos en la cuidada zona de los guiris, rodeada de bolardos , donde no permiten que entre nada peligroso. Salvo una vaca, que se enfada, porque le niegan la verdura de un puesto y enviste a una turista en la ingle. Aquí, hay papeleras cada veinte metros y como, en otros centros urbanos de esta zona noroeste del país, está prohibido fumar y beber en público.

martes, 10 de octubre de 2017

Pánico a bordo: la carretera de Manali, a Leh (segunda parte)

Todas las fotos de este post, son de la carretera, entre Keilong y Leh, menos la última, que es de este último lugar (India)
           Hemos llegado a las 18:30, a Leh, después de trece horas y veinticinco minutos de camino. ¡Madre mía!.
       
          La primera impresión no ha sido muy ilusionante, dado que lo imaginábamos con más montañas -aunque, ya hemos visto bastantes en estos dos días- y además la ciudad estaba sin luz -por primera vez en este viaje– y nos ha costado muchísimo encontrar alojamiento de emergencia, para esta noche.

          Si el problema del anterior viaje, a India, fue el insoportable calor, en este la palma se la están llevando los autobuses estattales y las estaciones, que los alojan. Y, os preguntareis: ¿me recomendarías la carretera, hasta Leh?. Pues no, a nadie con dos dedos de frente, dado que si bien es maravillosa, también es infernal. Yo no volvería a hacerla, ni aunque al final de ella, se encontraran recién construidas las siete maravillas de la antigüedad.

          Pero, vayamos poco a poco, con la historia del segundo día. El bus parte lleno, con doce minutos de retraso, todavía de noche. Otros ocho guiris nos acompañan: las tres chinas de la jornada anterior, una pareja de japoneses, dos franceses -uno, el de las rastas- y un ciudadano misterioso, al que no conseguimos sacar la nacionalidad, ni siquiera, por su pasaporte.

          A los cuarenta y cinco minutos, primer control policial de la jornada y al poco, parada para desayunar de otros cuarenta y cinco minutos (en teoría, era de diez). Atravesamos un terreno bastante neutro y feo, en el que trato de aprovechar para dormir algo, pero cuando casi lo consigo, aparece un bello paisaje desértico de varias tonalidades, que se ensancha, cuando vuelve a aparecer el río, a diferentes alturas, tiempo que aprovecho para hincharme a hacer fotos por el único cristal del bus, que no se abre -eso sí y como sorpresa está muy limpio-. Antes de abandonar Himachal Pradesh, llegamos a Sarchu, donde nos paran para el segundo tedioso control de pasaportes.

           Llevamos tres horas, escuchando a tope, la música india apestosa del conductor y su ayudante -que no sabemos en que ayuda, porque la reserva y el billete, la hemos pagado ayer y no lleva a cabo ninguna labor-, que nos acompañará hasta el final del viaje. Les da igual, lo que piensen los viajeros, y aunque seamos guiris, todos resignados a sus caprichos.

          Por supuesto, nos hemos tenido que detener varias veces ante rebaños de ovejas, mulas y yacas, que tienen prioridad o tener que hacer diversas maniobras equilibristas en las curvas, para poder, sortear el vehículo de turno, que viene de frente (uno tras otro y la mayoría, de gran tonelaje).

           Una grúa aparcada, donde Shiva le ha dado a entender, a su conductor y unas enormes rocas amontonadas, impiden nuestro paso. Pues nada, ya surgen espontáneos salidos de la nada para trasladarlas de lugar. ¡India, siempre solidaria y comprensiva!.

          Al fin y tras otro control policial, hemos entrado en Ladakh y nos dedicamos a ascender hasta el infinito, por una carretera de curvas delirantes, afortunadamente, en mucho mejor estado . Vamos perdiendo de vista el precioso río y llega un momento, en el que transitamos por encima de cualquiera de las montañas de nuestro alrededor, certificado en un cartel, que nos encontramos por encima de los 5.500 metros de altitud. Bajamos algunos centenares de ellos y nos encontramos inmersos en una profunda y preciosa garganta.

          Cruzamos tres puentes baileys -a los que les suenan las tripas, más que a nosotros- y con estos ya llevamos más de veinte. Nos deprimimos. Haciendo la media aritmética de 16 kilómetros por hora, nos da, que no llegaremos al destino hasta las diez de la noche. Y, más, cuando paramos en un conjunto de rústicas dhabas para comer y nos piden el doble o más, que lo que llevamos pagando en nuestro ya dilatado periplo, por India. Así las cosas, hoy tocan snacks y galletas, que mañana ya será otro día. Otros guiris hacen lo mismo. Y es, que la diferencia entre un extranjero y un indio consiste, en que para su desgracia, estos últimos no conocen el concepto dignidad.

          La parada de veinte minutos y como era de esperar, se alarga hasta los cuarenta y cinco. Y, seguimos subiendo, esperando ya llegar al cielo, dada a la altura a la que nos movemos, que me parece, que estoy más cerca de un avión a reacción en pleno vuelo, que de la ansiada playa.

          Pero, como en la India no funciona el cuento de la lechera, siempre puedes tener esperanza y de repente y a más de 6000 metros de altutud, aparece una esplendida carretera, sin obstáculos -ni siquiera de transito-, que nos pone a 60 por hora (¡Bravo, Fernando!). Hemos tardado diez horas para realizar la mitad del trayecto y vamos a conseguir hacer el mismo recorrido en solo cuatro horas.

          Primero, discurrimos una hora por esa relajante carretera. Luego, subimos otra vez y llegamos a una gran estupa, llena de mensajes y banderas de oración y cuando solo faltan 100 kilómetros, iniciamos el descenso hacia nuestro deseado destino. El primer pueblo es Rumtse y si quitamos los campings y las zonas de dhabas, es el primer núcleo poblacional en los últimos 250 kilómetros.

          Después y para nuestro regocijo -siempre vamos bajando-, aparece una preciosa garganta de enormes rocas rojas y río verde encajonado, que nos acompaña, al meno, durante unos 25 kilómetros.

          El entretenimiento se acaba, cuando nos topamos con Upsi y su tercer control de pasaportes y más minucioso, por un policía, que en su garita tiene colgados en la pared, sus uniformes de trabajo, suponemos, recién lavados y planchados por su resignada señora y un camastro cercano. Peor, fue, de todas formas, el primero que nos atendió esta mañana, que estaba en una tienda de campaña, expuesta al severo frío.

          La carretera de Manali, a Leh, la hemos visto en dos versiones: la nublada y lluviosa de ayer y la soleada de hoy. Como colofón final, el conductor -muy hábil, como todos aquí- ha tenido el detallazo de apagar la insufrible música, veinte segundos antes de aparcar. Se me rompe el reloj, escribiendo esto: ¿que será lo próximo?.

lunes, 9 de octubre de 2017

Pánico a bordo: la carretera de Manali, a Leh (primera parte)

          Las nueve primeras son de la carretera, entre Manali y Leh (India). Las dos últimas, de Keilong (India)
          El otro día en Kullu, deambulando fuera de nuestra zona de seguridad -área peatonal y alrededores-, nos topamos con la High Court y nos entraron escalofríos: un edificio monolítico -nada anormal- pero con los notarios y abogados en los alrededores, con sus despachos una mesa y dos sillas -muy cutres-, ubicados encima de las aceras, de los barros o de las pestilentes charcaleras, mientras redactaban documentos a máquina, más antiguas, que la que me regaló una tía mía, en 1977 y escribiendo con dos dedos. ¡Madre mía, si tienes un problema judicial en este país, puedes ponerte a rezar lo que sepas!.

        Pero, para pánico del que agarrota la garganta -si además le añadimos el aumento de altitud-, el de hoy en nuestro primer tramo del periplo, a Leh: Manali-Keylong, 117 kilómetros, 6 horas. Y, nos tememos, que mañana vamos a tener lo mismo, pero por duplicado o triplicado: 357 kilómetros y 15 horas previstas.

          Decidimos, tomar el autobús estatal de las nueve y meddia, mientras el del hotel nos observa resignado, por no haber contratado su jeep. Hay otros más tempraneros, desde la madrugada y el último parte a las 12:00 horas. Somos pocos pasajeros y el vehículo se muestra desolado y vacío, algo insólito en este país. Una abuela calurosa -todo el camino con la ventanilla abierta-, su hija y su nieto -con gorro invernal-; un tipo con un saco de cebollas, que de los botes y curvas, acabaron rodando por el suelo; dos chicos jóvenes de cierto nivel de vida y amables -que no completan ni medio recorrido- y dos señoras con shari de edad mediana, que son las únicas que llegan hasta el final. Ese es el pasaje con el que compartimos el camino.

          Cielo nublado y amenazando lluvia. Comenzamos la aventura. A los treinta y cinco minutos paramos a almorzar, lo que nos parece un plan raro, tratándose de seis horas de viaje y que todavía son las diez de la mañana. Tras media hora, reanudamos la marcha. Primera parada obligatoria, para dejar pasa a un rebaño interminable de ovejas.


          Comenzamos a subir, curva cerrada tras curva cerrada, durante casi dos horas. La vegetación va cambiando -desaparecen los árboles y aparecen bellas flores rojas y blancas- y las nubes van quedando por debajo de nosotros, ofreciendo bellas estampas. La carretera es estrecha pero buena. Aunque hay gente a ambos lados, no encontramos pueblos, pero sí dhabas -restaurantes básicos- y campings, donde suponemos, que se alojan ellos y también, cualquier viajero que lo desee.

        Coronamos la montaña -yo calculo, que a unos 4.500 metros- y empieza la pesadilla Pradesh de otras veces. Durante más de cuarenta minutos padecemos un autentico calvario en el descenso. No hay asfalto y la abrupta senda -que no carretera- de encuentra llena de profundos baches, socavones y escombros, que tenemos que superar entre curvas diabólicas y precipicios delirantes, que siempre tienen como fondo un río, que parece ser el mismo que nos lleva acompañando desde hace días.

          Bendigo la pericia de este conductor y del resto, que ganen lo que ganen por su trabajo, nunca estarán bien pagados y sufro por la supervivencia de su familias. Pero, yo me arrepiento de esta aventura y entre mil pensamientos malvados, destaca uno : “si bebo algo más de la cuenta, me debo morir de cáncer de hígado o de cirrosis y no desplomado en un barranco de estos”.


        En el kilómetro 75 y antes de cruzar un puente -todos son baileys, para dar más miedo-, parada y amable control policial, sólo para extranjeros. A continuación, seguimos el curso del río -cada vez a más altura-, que tiene un color verde glacial perfecto y unos rápidos ensortijados. Hasta que topamos con un derrumbe de enormes rocas y una excavadora, que las está lanzando al río, sin más miramientos. Debe haber caído hace poco, dado que somos los primeros en el atasco. Finalmente, pasamos con la mitad de las dos ruedas de la izquierda haciendo equilibrios en el borde del precipicio -todo controlado, como ya hemos visto otras veces- y llegamos, sin más novedad.

          Aún, nos quedan fuerzas para regatearle al del alojamiento, de Keilong, cien rupias, a pesar de que llueve a cántaros y no conocemos más hoteles. Por lo demás, tarde sobre ruedas: rico chow mein, té asientaestómagos, tienda cercana de alcohol y reserva sin problemas, para el autobús de mañana, a Leh.

        Tres chinas se nos han acercado con la misma satisfacción, de encontrar a otros guiris, que nosotros hemos sentido al verlas. En la cola, aparece un guri rasta. Me juego diez rupias, a que es español.

          Sin embargo y a pesar de tantas emociones, los tres mejores momentos del día han sido: tomar un enorme y rico té en una simpática dhaba tibetana, la potente ducha de agua caliente y el aterrizaje hasta el sueño, dado que mañana, a las cuatro, tocan diana

La reconciliación con Manali

                                              Todas las fotos de este post son, de Manali (India)
        Me habré repetido mil veces, pero no me cansaré de decirlo: en la vida cotidiana de India -en esta caso da igual, la del norte, que la del sur-.cuanto más grande sea el problema, más cercana se encuentra la solución.
       
          Esta misma tarde, en una enguarrinada y estrecha calle de Manali, cuando veníamos de la “whine shop”, un coche de gama alta aparcado en todo el medio, impedía el paso de un arcaico camión. Ni pitidos -ya es raro-, ni broncas, ni reproches... No sabemos cómo, apareció el conductor del vehículo y cuatro transeúntes, que de manera espontanea, se dedicaron a organizar la maniobra -eso sí, cada uno a su manera-, resolviéndose el atasco en un plis plas. Estás listo, si lo que quieres es enfadarte y exigir tus derechos o la ayuda de las autoridades.

          Más tarde y con dejar la ducha abierta, durante un par de minutos, en el hotel -donde estamos solos-, los propietarios dejaron de hacerse los remolones y entendieron, que queríamos el agua caliente prometida. No bajamos a pedirla, para que no trataran de volver a darnos la lata con el jeep para guiris, a Leh (altísimas expectativas nos hemos creado con esta experiencia así que, lo mismo, batacazo al canto). Desde luego, en India, como no acabas arreglando nada es discutiendo o amenazando, actividades -más, que actitudes-, tan típicas de occidente. Otra cosa, muy diferente, es poner límites.


          En total, nos ha costado por partes, unas diez horas, llevar a cabo los poco más de 250 kilómetros, que separan Shimla, de Manali. Nada, comparado con las previsibles veintiuna, para acometer los 474 y llegar, desde aquí, a Leh, por una de las carreteras más bonitas, pero peligrosas del mundo, sobrepasando los 5.500 metros de altitud.

          De eso, ya hablaremos en siguientes entradas. Hoy toca, la reconciliación con Manali, que tan indiferentes nos dejó en nuestra primera visita, hace tres años. Seguimos pensando, que es un lugar sobrevalorado -nos gusta más la cercana Vashisht- y al que cada vez, acuden guiris más viejos. Pero, no seamos injustos: el sitio merece la pena, con su zona peatonal y sus bazares, los templos budistas e hinduistas...


          Tratamos de alcanzar el templo de Hadimba, pero después de haber recorrido un kilómetro, nos volvimos, porque ya no somos tan intrépidos, como hace tres años, para manejarnos en el peligroso tráfico indio. Por supuesto, volver a Old Manali, ni nos lo planteamos.

          Han sido tantas horas de viaje contemplando el espumoso y alborotado río Beas, que le hemos cogido cariño. También a esta magnífica y apartada -en un barrio muy colorido y auténtico, donde abundan las tiendas de campaña- guest house, que nos ofreció un chico tímido en la estación de autobuses, al llegar y a muy buen precio, por cierto, para tratar de cazarnos para el viaje en jeep, a Ladakh.

          El llamado “country liquour” de este estado -para nosotros el mejor, el de melocotón-, nos está haciendo la vida más dulce en un territorio, donde el resto del alcohol es caro y la cerveza, resulta prohibitiva. En los restaurantes, por un triste chow mein te cobran el doble, que en otras ciudades, pero nosotros hemos salvado la pantalla, con ricos garbanzos con samosas machacadas y dos salsas: una picante y la otra, agria.


          Volveremos treinta veces a la India y siempre nos sorprenderá algo, te cabreará otra cosa y te sentirás incomprendido, pero siempre, probarás y disfrutará de algo nuevo.