Esta es de Kanyakumari (India) y todas las demás, de Madurai (India)
Hemos llegado a la punta de la India
-Kanyakumari-, cosa que no nos hacía especial ilusión hasta hace 24
horas, cuando decidimos venir, al no haber plazas en el tren
nocturno. a Trivandrum (cercano a la playa de Kovalam). El lugar es
encantador, pero probablemente. de eso hable el próximos post, si no
hay novedades. Pero, os quería -y sin releer lo que escribí
entonces-, hablar de Madurai, ya visitada en 2011.
Nosotros la recordábamos como una
ciudad caótica -calle de la estación de trenes y calle del templo-,
pero no como uno de los peores infiernos en India (y el insufrible
calor es sólo una parte de esta palabra). ¡Cómo no recordar este
lugar!.
El caso es, que aunque no queríamos y
como si fuera inevitable, acabamos, de nuevo, en esta maldita ciudad,
que recomiendo evitar a todo el mundo. Y eso, que cuenta con dos
cosas muy buenas: se come de escándalo -arroz frito con pollo al
tandori, impresionante- y no te rechazan en demasiados hoteles. Pero,
por lo demás, te agobia todo el mundo, incluido el del arroz frito,
que te hace él solito una rueda de prensa, mientras estás
almorzando.
Según sales de la estación, empiezan
los indeseables tuktukeros a hacerte maniobras envolventes, como si
ya no fuera difícil cruzar esa agobiante calle. Te siguen, te
persiguen y hasta quieren casarse contigo, por un puñado de rupias.
Después. llegan todos los de las tiendas, mientras tú tratas de
evitar, que tu cuerpo acabe debajo de cualquier cacharro. Cuando
crees, que has entrado en un remanso de paz -dado que el recinto del
templo es peatonal-, te empiezan a asediar los de los negocios de la
zona -con precios irreproducibles-, los vendedores de mapas de Tamil
Nadu, las de las pulseras tobilleras, las de las flores, los dueños
de terrazas para que subas a ellas...
A la mañana siguiente, después de
mal dormir, decidimos volver al lugar sagrado y revisitarlo por
dentro. Algo en nuestro interior nos decía y por la experiencia
anterior, que no debíamos hacerlo, que no merecía la pena, ¡que
nos largásemos ya, a otra parte¡. Pero, Madurai, te atrapa, hasta
estrangularte, hasta someterte, hasta humillarte...
Como no hay guiris, eres la única
presa -supuestamente fácil- de varias personas, al acecho de tu
dinero: el descarado guía, que te identifica como español; el de la
tienda de enfrente, que te deja el faldamento -sin lavar desde hace
muchos meses-, para el acceso al interior o el/la de los registros,
que te prohíben meter cámaras y móviles, cuando yo me fotografié
este templo por dentro, de arriba a abajo, hace tres años (y eso,
que tras un minucioso cacheo, conseguimos colar los dos celulares).
En aquella época eran ingenuos. Por ejemplo, entramos en el palacio
de Udaipur, sin pagar tasa de cámara y nos creyeron, al decir, que
no teníamos. Ahora, han aprendido: ¿cómo va a venir un turista a
la India, sin cámara?. Te registran el bolso a conciencia. Pero. no
conciben, que puedas llevarla en un bolsillo del pantalón, como era
el caso. Así, que también, para dentro.
Y por último, tras descalzarte y ya
con bastante hartazgo, llegas hasta el de la entrada, que te pide 100
rupias por ingresar dentro de un lugar, que no puedes ni inmortalizar
y que en 2.011, no costaba absolutamente nada.
Con un cabreo tremendo -y no
disimulado-, retrocedemos y les explicamos los hechos. Se sorprenden.
El de la taquilla lo ve inaudito; el guía se lleva las manos a la
cabeza y dice: ¿“no temple?; el guardián de los zapatos nos pide
dinero, persistentemente, a pesar del enorme cartelón donde se
indica, que “is free” y para desquiciarnos, ya totalmente, nos
acecha el del maldito faldamento, insistiendo, para que subamos la
terraza de su vacía tienda.
Cuando conseguimos liberarnos y
retornamos a la calle de la estación, el hombre que nos ha estado
vendiendo agua toda la tarde de ayer, nos rechaza las cuatro medias
rupias, que el mismo nos había dado. Algo nos dice, que no debemos
tirárselas a la cara y se las plantamos, despechadamente, ante el
mostrador.
Finalmente, desayunamos en otro puesto
y nos embarcamos, camino de Kanyakumari. Viaje muy pesado, entre las
decenas de veces saliendo de la autovía, para hacer el servicio de
los pueblos y ciudades, con olor -ahorraremos los detalles visuales-
a samosas recién hechas, basura, ciénagas, humedad y pescado seco.
¡No vayáis a Madurai!. Está lejos, es un templo como cualquier
otro del sur -prefiero Thanjavur-, no hay nada más, que ver y circulan un gran número de
sinvergüenzas, que quieren exprimir a los seis o siete guiris, que
hasta allí llegan. ¡Se creerán, que son Petra o Machu Pichu y que
pueden arramplar con todo!.
Seguimos en el autobús. Los campos de
arroz se suceden, unos tras otro, llegando casi hasta la punta de la
India, pero dentro del vehículo todo continua igual: una lugareña
destroza con sus manos una especie de croqueta de cebolla, la hace
apestosas bolas, en vez de comérsela a mordiscos, como cualquiera
haría y bebe -para bajar las migas- de la botella de agua, como si
de un porrón o bota se tratara.