Nos las prometíamos muy felices después de regresar de Kayakoy y Ulodeniz. Aunque había, que tener paciencia. Acababa de anochecer sobre las seis de la tarde y nuestro bus hacia Antalya no salía hasta la 1:15 de la madrugada. Pero todo se torció. Cuando fuimos a la ventanilla a comprar los billetes nos dijeron, que el autobús costaba cien liras más, de lo que nos comentaron ayer. Se trataba de un malentendido, no de un engaño, porque cada bus tiene un precio diferente dependiendo de la hora del dia. El caso es, que con esos cálculos económicos, el viaje de ida y vuelta a ese destino ya no compensaba, debido a la larga distancia y a que el lugar solo es relativamente interesante.
¿Volver al hotel de anoche o marcharnos a Kas? Inicialmente, optamos por lo primero, pero reculamos. Nos fuimos a otra oficina de autobuses a preguntar, a qué hora salía el último vehículo para el nuevo destino. Nos indicaron, que a las nueve de la noche y que tardaba tres horas y media. Nos extrañó este último dato, porque son solo 105 kilómetros, pero aún así y sabiendo que afrontamos una situación de riesgo, compramos los boletos. De las opciones disponibles, ninguna era claramente favorable.
Partimos a las hora prevista, con tan solo el conductor y otros tres viajeros, con el techo abierto y muriéndonos de frío. A gran velocidad, sin apenas tráfico y sin paradas en una hora y tres cuartos estábamos en Kas. Afortunadamente aquí, hacia cinco grados más, que en Fethiye.
La estación se encuentra muy cerca del centro y no tardamos ni cinco minutos en toparnos con los primeros hoteles. El 80% de ellos estaban cerrados por temporada baja y los restantes estaban disparados en precio y más, para la hora que era. Lo mismo ocurría con los restaurantes, aunque no con los bares de copas. Había unos cuantos en plena actividad, con las musicas clásicas de hace tres o cuatro décadas, pero sin apenas clientes.
Dimos vueltas y más vueltas, para descubrir el lugar y para encontrar un sitio relativamente seguro para dormir. Al final y siendo más de la una de la madrugada, recalamos en una terraza cerrada con vistas al mar, ubicada en una plataforma protegida y mecidos por el estruendo salvaje de las olas, después de tumbarnos en el suelo.
Sobre las cuatro nos despertamos con frío, entre otras cosas, porque habíamos comido muy poco el día anterior. Cenamos algo y buscamos un lugar, en el que no estuviéramos en contacto con el suelo y hallamos una especie de columpio con un techado por encima. El problema era, que estaba ocupado por un gato. Y decimos tal, porque resultaba imposible desamarrarlo de allí.
Finalmente, lo logramos y aliviados por una mejor temperatura, nos pusimos a dormitar. En un momento, en que despertamos, el felino se había colocado entre los dos, buscando nuestro calor y dándonos el suyo. No quisimos echarlo, porque constatamos, que tenía aquí su arraigo y los invasores éramos nosotros.
Seguimos durmiendo y al rato un compañero se había puesto al otro lado mío. Tampoco lo desalojamos. Empezaba a amanecer y descubrimos, que nos encontrábamos frente a una tienda de reparación de objetos diversos y que su dueño roncaba en una visible cama dentro. Más gatos continuaron llegando, hasta sumar nueve, formando una alborotada y hambrienta manada.
Intuimos, que era la hora del desayuno y así fue. Al poco tiempo, el hombre salió con unos cuencos de bolas gatunas, leche y agua y comenzó el festín. A nosotros no nos dijo nada y no nos dio de comer, pero entendimos, que era la hora de largarnos de allí de forma discreta.
Pero aún quedaba por contar un pequeño detalle. Nuestros amigos felinos estuvieron rascándose durante toda la noche y ahora, a media mañana, los que soportamos severos picores en nuestro cuerpo descubierto, éramos nosotros. ¿ Nos habríamos hecho también íntimos de las pulgas?
Postdata: dos días después, ni hemos ido al médico, ni siquiera hemos necesitado de los servicios de una farmacia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario