Este es el blog de algunos de nuestros últimos viajes (principalmente, de los largos). Es la versión de bolsillo de los extensos relatos, que se encuentran en la web, que se enlaza a la derecha. Cualquier consulta o denuncia de contenidos inadecuados, ofensivos o ilegales, que encontréis en los comentarios publicados en los posts, se ruega sean enviadas, a losviajesdeeva@gmail.com.
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domingo, 27 de octubre de 2019

¡Sumidos en el desconcierto!

                                                  Todas las fotos son, de Jiva (Uzbekistán)

        En los países difíciles, sean bananeros o no, nunca sabes donde tendrás el próximo problema o la situación más absurda, que te puedas imaginar. Escribí en su día, allá por el 2012, en Senegal, los siete pasos que tuvimos que dar para poder comprar una lata de sardinas. Algo parecido nos ha pasado en Samarcanda con una fanta de naranja.


        Mismas sinergias de siempre: tres tiendas juntas vendiendo lo mismo y cuando les falta algo, también coinciden. Todas disponen de coca-cola, 7up, pero ninguna de fanta fría de ese sabor. Recorremos la calle principal, frente al Registan y nos surgen diferentes avatares, que nos impiden comprar el ansiado refresco.

        Cuando ya desistimos y nos decantamos por una Coca-Cola, volviendo a la primera tienda. Efectivamente, han metido varias botellas de fanta en la cámara, aunque todavía están calientes. Pero han decidido, de repente, tachar el precio de la bebida de cola: dónde ponía hace diez minutos, 6.000 som, ahora indica, 7.000. ¡Agua y a la mierda!

          Dejamos Samarcanda, contemplando sus grandes atractivos iluminados. ¡Una maravilla! No pudimos regatear el precio del taxi a la estación y además nos colocaron a una chica en el asiento de delante. Otra vez, nos toca pasar tres controles para subir al tren y disputar una de nuestras literas con una gordarraca lugareña, que nos quiere quitar una de las plazas de abajo. ¡Tiene mucha jeta!

         Dormimos bien, pero el absurdo vuelve al llegar, a Urgench. Debemos zafarnos a las bravas, de los taxistas de la estación, que a la postre, no habrían sido tan mala opción. Preguntamos a varias personas -mientras caminamos  más de una hora-, incluida una policía turística, por los micros, a Jiva. En la Lonely pone, que aquí hay estaciones de cacharros, pero no la encontramos. Y, tenemos la sensación, de que lo que la gente nos indica es -la carretera a esta localidad-, como si fuéramos a ir andando. Llegamos a un punto, dónde se acaba la acera y todavía, faltan 25 kilómetros para el destino

          Varias negociaciones de altura con marshrutkas vacías, para acabar subiendo al coche de un viejo, que nos hace bajar en los exteriores de una gasolinera, porque parece ser, no puede llegar a la misma nadie más, que el conductor ¡Que país más raro! Y seguimos. El hombre con mucha intención y conduciendo lentamente, nos hace de improvisado guía y nos va explicando sobre los campos de algodón adyacentes. Al llegar nos quiere cobrar más de lo pactado, pero nos deshacemos de él con ternura.

          Ahora, nos toca lidiar con los guardianes de las puertas de las murallas, que te quieren cobrar 5 euros por el acceso a la ciudad, cuando hay varias puertas sin cancerberos y una parte de la muralla rota (por si cuela) ¡A la mierda! Lo peor no es, que te quieran sacar el dinero, sino que te traten, como a un gilipollas.


       Jiva es una maravilla y encontramos aquí el mejor alojamiento del viaje, aunque nos cuesta encontrar algo decente para comer, porque solo hay un supermercado en toda la ciudad y a las afueras. Afortunadamente, la cerveza y el vodka, tampoco faltan aquí.

sábado, 26 de octubre de 2019

La Samarcanda de las tres velocidades

                                           Todas las fotos son, de Samarcanda (Uzbekistán)

        Samarcanda: ¡el nombre suena tan bien, a leyenda y a las mil y una noches!. La ruta de la seda: ¡se intuye tan aventurero y romántico! A pesar, de que hace ya muchos años, que haya desaparecido. No quise poner las expectativas muy altas, para evitar la decepción, pero era con la boca pequeña

          Para empezar, Samarcanda nos ha encantado, como no podría ser de otra manera. Pero, también nos ha parecido un poquito, Disneylandia, espacio dedicado al disfrute de las hordas turísticas, que no pueden casi caminar o subir una sola escalera, por su peso, por su vagancia y desidia y por su edad (en algún blog atinado, la situaban entre 50-70 y yo diría, 80-100).

          Bien está, que hagan parques temáticos de ciudades medievales, para el disfrute de la vida familiar y de los pensionistas acomodados, de corta mente y poca curiosidad, mucha dejadez y pingües ingresos de la época de la bonanza económica.

          Pero, no parece tan correcto y ético -no me gusta esta palabra, pero no encuentro otra-, que se estén dedicando a levantar muros con minúsculas puertas, para separar el parque de atracciones de los numerosos y magníficos monumentos, de las vidas de las personas, que conviven a su alrededor y que tampoco tienen pinta de pobres o de miserables. Como, cuando construyen un muro, para separar a los intocables y hacerlos desaparecer, en un evento olímpico o mundial de fútbol.

        Los guiris, aturdidos por tanta belleza, no pierden ni un solo minuto en ver, si hay miseria al otro lado -por Dios, que molestia-, mientras buscan la terraza de al lado o la tienda de los helados. Lo que podría haber sido una jodienda para los lugareños, por su encerramiento en guetos en realidad, debe ser una ventaja; por no ver a tantos imbéciles desganados y en rebaño, cada día.
 
        Samarcanda resulta ser de cartón piedra, de dos o tres velocidades. Bonita y necia, caótica e incomprensible, una vez que partes en busca de cualquier cosa, extramuros. Algunos dirán, que ya estamos los pobretones mochileros tocando las narices, pero esto solo ocurre, porque no les dejamos el dinero que ansían. Si no, les daría igual nuestra opinión. Algun día -y puede, que lo veamos- a los viajeros de presupuesto sostenible, nos echarán de todas partes, bajo el pretexto, de que solo quieren un turismo de calidad (ya ocurre en muchas partes del mundo, aunque en otras, han tenido, que embainarsela).

          Aquí y ahora, dejamos la Samarcanda de las tres velocidades; la del parque temático, la de las vetadas y sórdidas afueras y la de los mensajes de familiares y amigos, que aún imaginan, que por la ruta de la seda circulan caravanas, camellos, malandrines, bandoleros, Tamerlanes, doncellas violentadas, ajusticiados, esclavos, delitos de sangre y honor... ¡Ellos, si que saben!.

Comparando Uzbekistán con Kirguistán

                                   Todas las fotos son, de Samarcanda (Uzbekistán)
           Llevamos solo dos días, en Uzbekistán, pero ya hemos notado notables diferencias entre sus pobladores y los kirguisos. Por ejemplo y fundamental, son más estrictos en todo, mucho más burocráticos, mientras los segundos se muestran bastante más flexibles y amables.

          Diríamos, que los primeros resultan más parecidos a los rusos y los de Kirguistán, a los más relajados asiáticos, de Armenia, Irán, incluso. Del sudeste del continente. En Kirguistán, te puede alquilar una habitación quien quiera. En Uzbekistán, obligan a registrarse, lo que hace casi imposible el acceso de los particulares al mercado y además, es una molestia para el turista, tener que estar todas las mañanas recogiendo el dichoso papelito firmado. Aunque aquí, es más fácil, que sì este incluido el desayuno.

          A la hora de subir al transporte, en Kirguistán no hacen nada cuando vas a subir al cacharro o autobús de turno. Para tomar el tren amén Taskent, tienes que pasar más controles de pasaporte y billetes, que en un aeropuerto conflictivo. Una ventaja más de Uzbekistän, es el metro de Taskent, que te permite llegar de forma rápida a varios puntos turísticos de la ciudad.

        En Kirguistán, también es más relajado en el tema religioso, como ya dijimos. En Uzbekistán, hay más gente en las mezquitas y existen muchas más (aunque muchas son antiguas y están cerradas al culto). Sin embargo, en los últimos años están construyendo otras nuevas y muchas de ellas pagadas por el gobierno, antes reacio.

          Las jóvenes visten en ambos destinos a la europea y entre las más mayores, hay de todo. Pero, si no fueras consciente de que estás en un país musulmán, las pocas mujeres con velo te parecerían pertenecientes a un grupo minoritario de la población.

          El alcohol y la cerveza, en Uzbekistán son aceptados, mayoritariamente, aunque con ciertas restricciones. No se vende en los supermercados, solo en tiendas especializadas (solo vimos tres en Taskent). Otra gran diferencia es la potabilidad del agua, en Kirguistán, si lo es y en Uzbekistán, no.

          Las ciudades en Uzbekistán están más cuidadas y con un asfaltado más acordé a los tiempos actuales. Se habla más inglés, pero solo en el sector especializado, que se dedica al turismo.

          En Uzbekistán, es bastante más caro el alojamiento -por los impuestos-, algo más el transporte y la comida cuesta lo mismo. El vodka dobla su precio.

           A pesar de ser vecinos, los rasgos físicos son muy diferentes: asiáticos para los kirguisos y europeos para los uzbekos. Las chicas de esta nacionalidad son, especialmente, guapas.

           El transporte es mejor, en Uzbekistán, con diferencia clara, gracias al tren, aunque las marshrutkas son un cacharro infame en ambos países.

          En Uzbekistán, se ponen algo más quisquillosos a la hora de cambiar billetes grandes en los bancos.

viernes, 25 de octubre de 2019

El taxista bueno

                                        Todas las fotos son, de Samarcanda (Uzbekistán)
          Empezando a sospechar por ciertos indicios, que desde que los uzbekos han quitado el visado el pasado febrero a unos cuantos países, se lo cobran por otras partes. Que hayamos descubierto, dos: los impuestos sobre el alojamiento -a veces, suponen la tercera parte del precio de la habitación- y los precios de los trenes, muy superiores a los de los autobuses. Suena sospechoso, que blogs bastante actualizados, den unas cifras de hace un año y que ahora superen el doble.

          Debido a estos avatares, no previstos, tomamos una jugada arriesgada, por ahorrarnos un poco: viajar de Taskent, a Samarcanda, llegando a las diez de la noche, con un hostel buscado, por Booking, pero no reservado, por miedo a no encontrarlo o a que los taxistas no nos entiendan (cosa bastante frecuente, aqui)


        La estrategia salió bien -como casi siempre, porque tenemos mucha suerte-, pero el inicio fue desconcertante. Estación nueva, muy bien ajardinada, pero ni un solo taxista a la puerta. Ni un solo pesado. Ni un solo hotel, ni siquiera de los costos. Y si, una ristra eterna de farmacias y tiendas de cerveza y alcohol (debe ser bueno el vino uzbeko, pero no lo tienen en casi ninguna parte)

          Confusión creciente. Pero como lo intentamos de todas formas, encontramos un taxista en espera en la amplia avenida exterior.¡Haber si podemos entendernos! Le decimos "hello", como le podríamos haber saludado, con "hola" o con "cuchifrito", porque habría dado lo mismo. Hemos apuntado la matrícula, por si va de listo y registrado a la baja, aunque no tenemos mucho que ganar zz ahorrándonos medio euro.

          Nos ha entendido el nombre de la calle -más vale pronunciarla despacio, que escribiéndote el nombre en letras no cirilicas-, pero se ve a la legua, que no sabe dónde está. Nos quiere convencer de llevarnos al Registan- sitio frecuentado por los turistas, pero no de noche- y así, salvar la papeleta.

          Al oponernos suavemente, cambia de actitud y en cada semáforo, trata de hablar con compañeros, que le puedan indicar sobre nuestro destino. Tras veinte minutos de incertidumbre y tras detenerse en una parada de taxistas y dialogar con varios,enfilamos la calle y se asegura de señalarnos la placa situada en edificio. Encontrar el número, ya resulta mucho más difícil -no está en la calle, sino en un patio amplio y tedioso, además de peligroso por los numerosos fosos de una ciudad muy bien iluminada.

          Hemos llegado al hostel, otra vez, por los pelos, porque cierran la recepción a las doce y ya son menos cuarto.

La maldición de la botella de vodka

                                              Todas las fotos son, de Taskent (Uzbekistán)

        En los viajes de cierta duración y largo recorrido, siempre cuesta pasar de un país a otro, cuando el destino es desconocido. Adaptarse a las nuevas cosas -salvo, cuando vas a Bangladesh, que quieres irte enseguida-, es un nuevo reto, que a mí me gusta, pero que a mi pareja le origina cierto alboroto, estrés y confusión . Aunque, después de una noche de traspasar cuatro fronteras y dormir pocas horas, todo puede ser comprensible, sino hay consecuencias irremediables (y no las ha habido).

          Pero  la historia da mucho más de sí de lo inicialmente previsto. Y, ¿si no hubiéramos comprado ayer dos botellas de vodka para acumular o hubiéramos cambiado algunos suma uzbekos, en Bishkek -de haber sido posible-, habría ocurrido lo mismo o el día habría sido diferente?. Nunca lo sabremos ¡Hablamos de ciencia ficcion!

          Como suponíamos, en la estación de autobuses, de Taskent, no hay oficina de cambio. Nos tocará andar entre el bullicio peligroso de los coches y los amenazantes cruces -muchos sin semáforo-, hasta que encontremos el primer banco. Pasamos tres paradas de metro, hasta que hallamos uno con no muy mal cambio. Pero mi pareja, al salir de la terminal, ya se ha cargado la maldita botella de vodka, que se ha expandido por el suelo y por su equipaje. La única consecuencia es, que hemos perdido el escaso euro que cuesta esta bebida espirituosa.

        Afortunadamente, el metro de Taskent-aunque viejo- es muy funcional y práctico y nos ayuda a llegar hasta el centro. Pero, 35 grados a las doce de la mañana de un 27 de septiembre, no ponen mucho de su parte. Tampoco, las funcionarias de la estación de tren, que a cada rato nos dicen unos precios y unos horarios diferentes, para el futuro viaje, a Samarcanda. ¡Paciencia!

          El supuesto centro es disperso y lleno de interminables parques y edificios oficiales. Encontramos otro banco con aún mejor cambio, pero la gestión nos lleva un buen rato. Finalmente, sacar los billetes, a Samarcanda, para mañana por la tarde, nos supone otra odisea, que logramos resolver con bastantes dificultades de comunicación. Y, localizar el hotel, que hemos reservado en Booking, conlleva una eternidad, entre fosos y calles mal asfaltadas o sin asfaltar, entre eternas obras y ansiosa confusión.


        El bazar y las mezquitas están en el coño del mundo, pero llega el metro. Comemos de emergencia y llevamos a cabo las pertinentes visitas, exhaustos.

       
          Y, a la vuelta, las fatales consecuencias de la rotura de la botella de vodka: uno de los dos móviles emborrachado para siempre y los cuadernos donde escribimos nuestras historias, más gravemente dañados, que cuando a don Quijote le quemaron los libros de caballería.

          La mejor noticia del día -aparte de seguir vivís y bebiendo vodka de otra botella, claro -es, que parece, que vamos a dormir solos en nuestro dormitorio compartido y que mañana tendremos desayuno. ¡Eso, si no pasa nada más!

       
          Mientras concilio el sueño -no me cuesta mucho- me vienen a la cabeza las fronteras, de Kazajistán. Imaginad los chanchullos, que allí habrá habido a lo largo de los años oscuros, que en un lugar bien visible, han colocado un número de WhatsApp para contactar, si tienes problemas con los funcionarios de turno. ¡Genial!

jueves, 24 de octubre de 2019

La noche de las cuatro fronteras

                Las tres primeras son, de Bishkek (Kirguistán y el resto, de Taskent (Uzbekistán)

        Comprar los billetes, de Bishkek, a Taskent, no resulta demasiado difícil. Nos pidieron el pasaporte y pusieron pocas pegas. Esto, hace sólo siete meses, hubiera sido imposible, porque hasta febrero pasado, Uzbekistán exigía un visado tramitado, previamente.


        La cosa empieza mal y no por los quince minutos de retraso en la salida, sino porque nos quieren gestionar nuestros pequeños bultos a su manera y guardarlos en el maletero del autocar. Tras una larga discusión, ellos ganan.

          Las dos primeras horas las pasamos durmiendo, dado que hemos venido, previamente, abundante cerveza. Y eso, a pesar de la película, que van emitiendo a todo volumen. Anochece, cuando llegamos a la primera frontera. Salimos de Kirguistán sin demasiados trámites y entramos en otro país. Como hay, que rellenar a toda prisa dos formularios -uno grande y otro pequeño-, nos ponemos nerviosos y ni miramos de que nacionalidad se trata. Encima, parte de uno de ellos, no está en inglés, ni en nuestro alfabeto. Falsa alarma, porque se muestran bastante transigentes.

        En 25 minutos hemos hecho todos los trámites y en 55, el bus ha pasado la severa y minuciosa inspección del foso. El móvil, a través de las redes celulares nos chiva, que estamos, en Kazajistán (no es necesario visado desde enero, de 2017). ¡Bendita tecnología!. Parece, que todos los recorridos entre estas dos ciudades atraviesan el sur de esta nación.

          La noche va a ser larga. Bebo vodka y nadie se entera o se quieren enterar. Y todo, porque la mayoría van viendo en las pantallas un show a todo volumen, parecido al "Club de la Comedia", pero a la uzbeka.

          Pasan más de siete horas, cuando paramos a mear con la vejiga ya inflamada. No tenemos dinero kazajo, así que a buscarnos la vida entre los árboles con el peligro de hacernos daño. Cuando arrancamos parece, que estamos en las afueras de Taraz -la ciudad luminosa, a tenor de los miles de farolas de luz blanca-, pero en realidad, sabríamos luego, que se trata, de Shynkem, mucho más cercana al borde fronterizo. Entonces, sube una señora y con la connivencia del conductor, va haciendo de cambiará de moneda a todo el que quiere -no demasiados-, contando y recobrando los billetes de escaso valor de estos lares.


        No hay un solo momento de calma porque salimos de Kazajistán, de forma lenta y atropellada, devolviendo el formulario de la aduana. Hemos estado en este país ocho horas, pero tenemos planes de regresar para el futuro casi inmediato.

          Entrar en Uzbekistán lleva su tiempo -ya voy bastante confundido y harto hasta para calcularlo-, pero los trámites son más sencillos de lo previsto. Ni se rellena formulario alguno, ni te registran el equipaje, ni te miran el móvil, como dicen por ahí en los blogs, como no hace mucho. Parece que las cosas evolucionan. Por el contrario, se ceban con el registro del vehículo en plena madrugada.

          En el último tramo, ni siquiera me da tiempo a rematar la botella de vodka, que terminó en la estación, de Taskent. Son las 4:30 de la mañana y hemos ocupado más de doce horas en esta paciente aventura. Mi pareja se tumba en un banco y yo en el suelo y nadie nos molesta.