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domingo, 24 de noviembre de 2019

Una escala, en Estambul

                                  Estambul (Turquía)
          Partimos puntuales y llegamos, a Estambul, unos veinte minutos antes de la hora prevista. En total, hemos tardado cinco horas y media, de las urge dormido, casi cuatro y el resto no, porque hay, que atender a la comida. Al revés, que cuando vinimos, está mejor la ensalada -tomate, pepino, lechuga, aceituna negra y cremoso queso-, que el plato principal: una especie de hojaldre relleno de queso y especias y una tortilla francesa de dos huevos, que se pega a la bandeja. Antes de descender a tierra, otro bocadillo de queso. La primera vez, acompaño el almuerzo de vino blanco y la segunda, de cerveza.

          Nuestra escala se va a quedar, en unas 17 horas, si mañana no hay retrasos en el vuelo, a Madrid. ¡Paciencia! Y con el hándicap, que aunque este aeropuerto si dispone de wifi -en teoría, se obtiene un código, metiendo el pasaporte en una máquina-, este no funciona. Al igual, que a la venida.

          Parece,  sin embargo, que nos vamos a entretener. Cuando vinimos y como ya contamos, al pasar la zona de Transfer, de llegadas a salidas, no nos hicieron ni caso. Pero, en el impas de este mes, les han puesto maquinitas nuevas y los policías, se lo están pasando pipa, como niños con zapatos nuevos.

          Han puesto un detector de explosivos y que mejor forma de medir su eficacia, que haciendo pasar por el a una niña de entre dos y tres años, que se queda alucinada, aunque no le da por llorar. Y también han instalado, esa especie de cabina de ducha terrorífica, dónde te hacen entrar de pie y con los brazos hacia arriba, cierran la puerta y te observan, como Dios te trajo al mundo. Por aquí, obligan a introducirse a su madre y para que yo no tenga envidia, que voy detrás, después a mi. La cola, que se ha formado es importante, pero parece darles igual. En cuarto de hora, conseguimos salir de este pesado enredo.

          Nos encaminamos a la oficina correspondiente en busca del vale de comidas. No nos cuesta encontrarla, porque habíamos estado a la ida en ella. Podemos consumirlo -solo uno por cabeza, a pesar de la larguísima escala-, en el Burger King, en Popeyes (una cadena de pollo), en otro de pizzas y en cuarto restaurante de comida local con el que no damos hasta la tarde. Como, cuando fuimos, a Seul, hace ya cuatro años, también tenemos derecho a hotel, pero para eso, hay que entrar en el país y abonar el correspondiente visado. ¡Va a ser, que no!

          Nos encaminamos a la parte de arriba de este funcional y bonito aeropuerto, que es, dónde se encuentran la mayoría de los restaurantes de comida rápida. Alguien se ha dejado una bandeja de pollo crujiente sobre una de las mesas corridas y nos la metemos entre pecho y espalda. Se ve, que a su propietario, no le gusta demasiado el picante.

        El siguiente y entretenido paso consiste, en discutir con el personal del Burger King. Hay una cola tremenda y pasan de atender a los pasajeros, que venimos con el vale, de Turkish y no pagamos en efectivo el dineral, que cuesta la comida en cualquier restaurante de esta terminal aérea. Después de casi diez minutos, nos tenemos que plantar, acudir a las malas formas y de mala gana, nos sirven el menú. Yo no quiero Coca cola, sino  fanta y el chico se venga, diciéndome de muy pésimas maneras, que no está incluida en el lote.

          El susodicho lote consiste en una hamburguesa enorme -supuestamente,vde vacuno-, un paquete de patatas grande y la bebida de más de medio litro, aunque como siempre en estos sitios, la mitad del vaso es hielo. Solo entro a comer fast food en los restaurantes de los aeropuertos y, generalmente y como hoy, con vales de las compañías aéreas, así que a mí, la comida me sabe tan rica. Lastima, que ni hayan incluido algún pastek o helado.

          Completamos nuestra alimentación con las pocas deliciosas delicias turcas -llamadas también, lokum- de los omnipresentes Duty free, mientras damos vueltas y más vueltas y contamos  los minutos, de las que siempre terminamos hartos. ¡Ya podían ponernos un vaso de mojito, como a la ida!

          Tenemos un problema. Solo disponemos de una botella de medio litro de agua para los dos y para el resto de nuestra estancia, aquí. Hay dos alternativas viables: o cambiamos cinco euros para comprar algún refresco o líquido elemento -el agua del grifo en el aeropuerto no es potable- o compramos en la moneda europea, botellas de 33 centilitros de cubata con naranja, lima, melón, mandarina...(unos cinco grados). Cuesta cuatro euros una sola unidad -ya está bien-, pero si compras tres, solo te cobran las dos primeras.


        Finalmente,  no hacemos, ni una cosa, ni la otra, porque nos hemos dejado el abridor de envases de vidrio en el equipaje, que hemos facturado esta mañana. Y la terrible sed de agua, se nos termina pasando, ampliamente, una vez, que nos ponemos a beber vodka en botecitos pequeños, de menos de cien mililitros, que puedes acumular en el equipaje de mano. ¡Los borrachitos nos las sabemos todas, je, je!

 
        Sobre las doce de la noche y después de haber pasado por todos los estados  de ánimo, nos vamos a dormir, dado que el vuelo de la mañana es más tempranero y debemos madrugar. Este aeropuerto está genial para estos menesteres oniricos, porque dispone de enormes planchas acolchadas con espuma interior de diferentes formas y tamaños, dónde te puedes tumbar a tus anchas y a pierna suelta. Nosotros, nos hemos colocado los dos juntos en una redonda de color beige apagado. 

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