Pero, aún en un manicomio o basurero, como este tren, hay espacio para historias bonitas, que nos salpicaron como protagonistas secundarios. Y es, que pasado el mediodía y sin quererlo, nos convertimos en los Carlos Sobera del amor. A un asiático no indio tumbado en la litera de arriba se le cayeron las gafas sobre el espacio de nuestra cama de abajo y la del medio. Nos interrogó, pero su inglés era malísimo y no pudimos entenderlo. Minutos después, llegó una chica blanquita y muy mona, que se expresó bastante mejor. Revolviendo los bultos conseguimos encontrarlas. El resultado fue, que intimaron y pasaron parte del viaje juntos con afectuosas muestras de cariño, no dignas de un tren indio.
A un lado de las literas el enamorado asiático y nosotros. Al otro, un indio melenudo y barbudo , que no dijo ni mu y un padre ya entrado en las vejez y su hijo, que llevaban siete maletas, llenando casi todo el espacio de sus alrededores, incluido el nuestro. El vástago se pasó todo el viaje con el móvil, sin ponerse los cascos, molestando bastante, a ratos. Su progenitor, durmió más de la mitad del viaje y cada acometida de sueño, venía detrás de una comida opípara -la suya y parte de la de su hijo - y de ingerir tabaco que mezclaba con una pasta blanca, haciendo bolas. Es la primera vez, que vemos esto.
En las camas laterales, dos indios, que a pesar de su cercanía, se comunicaban a gritos y estaban bastante contentos, aunque -no podemos confirmarlo-, no les vimos meterse nada. Se acercó a hablar con nosotros, un amable joven indio -según mi pareja, muy guapo-, que nos preguntó por nuestros planes en el país y por los viajes anteriores. La verdad es, que socializó con casi todo el mundo.
Visto lo visto y en nuestro entorno, nada de que preocuparse mucho. No, como hace siete años, en un tren entre Hyderabad y Delhi, cuando coincidimos con un hijo de puta de manual, que nos hizo el viaje bastante sufrido.
Aparte del jaleo anterior, creciendo por los nervios y el hartazgo general a lo largo de toda la tarde, hay que añadir el griterío y el caos de las paradas en las estaciones, provocados por los viajeros, que suben y bajan -no siempre, civilizadamente -, y por los infinitos vendedores, que se asientan en las ventanillas vendiendo a voces su comida y bebida más barata, que la del interior procedente del restaurante.
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