Todas las fotos de este post son, de Allahabad (India)
Hay,
que tener mucho arrojo, para calificar un día cualquiera de esta
forma, dado que como ya dije en los proverbios indios, en este país,
siempre te puede pasar algo más horrible, de lo peor, que has vivido
o imaginado.
Con los pies ya en tierra
y-milagrosamente- sin rasguño alguno, nos vamos a buscar nuestro bar
de la cerveza. Pero resulta, que su dueño se ha jubilado y allí,
ahora almacenan patatas y cebollas. Entre tanto, empieza a diluviar y
nos cae de plano, con los bultos al hombro. Encontramos más tiendas
de cerveza, pero nos piden cifras astrónomicas (150 rupias por una
lata).
Desistimos de tomar el
tren a Allahabad. Pero, volvemos a insistir, al comprobar, que el bus
no parte de la estación, sino de un lugar indeterminado de la
carretera, que no nos saben precisar. Viendo la que está cayendo,
los hijos de puta de los autorickshaw -tuk tuks, familiarmentte-, nos
agobian aún más, que de costumbre, poniendo en peligro nuestra
integridad física, bloqueándonos en mitad de la carretera.
En la estación de
trenes, la cola de “ladies” es la mitad de larga, que las demás
y aún así, tardamos más de media hora en comprar el billete.
Mientras espero, me meten mano -así tal cual- y sin recato (las
pobres deben pasar bastantes necesidades, también en eso),
El tren parte de la vía
5, pero no llega nunca. Retasos y más retrasos. Por nuestra tozudez
y sin que lo hayan anunciado, acabamos descubriendo, que lo han
cambiado a la vía 4. Aparece con más de sesenta minutos de demora y
sin sitio para sentarnos, durante la primera hora de viaje. Cuando
estamos listos para bajar y sin haberse detenido el tren, empiezan a
subir bestias humanas, que nos impiden descender -no nos había
pasado nunca- y que nos quitan la visibilidad de la pisada, por lo
que caemos los dos al suelo. Afortunadamente, sin más consecuencias,
que el susto y con las gafas intactas. La “wild people”, que nos
ha derribado, ni se inmuta.
Salimos de la estación
de Allahabad. Es más dificil y largo, que de la T4 de Barajas.
Antes, comemos -bien y entre terribles sudores- y justo cuando
terminamos -son ya las cinco- vuelve a caer el diluvio y otra vez,
las alimañas sin escrúpulos del transporte, caen sobre nosotros. La
rotonda frente a la estación, anegada y llena de barros -y demás
sustancias, que por no vomitar, me ahorro detallar- da paso a un
infernal cruce, donde una bici con decenas de hierros de cuatro o
cinco metros de largo, casi nos da la estocada definitiva.
Encontramos un hotel decente, pero sólo podemos permitirnos sus
habitaciones indecentes, calurosas, con ventanita interior y un
penoso baño compartido.
Llueve y llueve. Pero
nuestros ánimos son infinitos y nos vamos a visitar unas cercanas
tumbas y casi nos cavamos la nuestra propia, entre calles, que
parecen ciénagas mutantes, de las que salimos como buzos, cuando ya
es demasiado tarde. Cada día cuando finaliza nuestra sufida -y
disfrutada- jornada sobre las calles del país, sentenciamos lo
mismo: “A esta hora, finaliza el día de hoy, sobre el asfalto de
la India, sanos y enteros. Pero, aún nos falta lo que suceda en el
hotel” (más cosas, de las que podrían pensarse).
Y, como ya cabría
esperar, en nuestro zulo, asistimos sudorosos, impertérritos e
impasibles, a un nuevo corte de luz, mientras vemos -o más bien
habíamos visto antes-, como llevan un enorme plato de carne en
salsa, a una de las habitaciones vips. Y, como triste epilogo, un
colchón monacal, de los que te arreglan la espalda o te la aniquilan
para siempre. Si en él hay bichos, ya os lo contaré en el próximo
post, pero tiene pinta.
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