Todas las fotos de este post son, de Calcuta (India)
El retorno a Calcuta fue un infierno
(otro más). No por el viaje en si, que fue cómodo y fresquito,
como, casi siempre, en sleeper. Sino porque nos vamos tejiendo una
maraña a nosotros mismos -de la que nada tiene la culpa Calcuta-,
salvo el incesante y húmedo calor, que nos atrapó durante cuatro
días, hasta casi asfixiarnos.
La decisión estaba tomada y la cosa
prometía. Al ciber, para dos días después, volar a Dhaka. Pero,
tras intentar pagar con cinco tarjetas diferentes, con ninguna nos
fue posible. Y, uno, ya entiende el por qué: ¿habiendo mil
trescientos millones de indios y ciento cincuenta habitantes de
Bangladesh -vamos, como si Andalucía tuviera cincuenta o España
quinientos-, les da igual, el mercado exterior -occidental
fundamentalmente- y sus malditas “credits cards”. En ninguna
compañía india y son decenas, se puede pagar por este medio, a
través de internet (en una agencia física, las comisiones son
prohibitivas).
Contrariados y desesperados, quisimos
poner remedio, largándonos a Japón y Corea del Sur, pero el
proyecto era imprudente -no sólo económicamente, sino por motivos
de organización-, por no decir una locura.
Miles de ideas afloraron en el
buscador de vuelos, pero todas cayeron en saco roto. Lo que, al
principio, en Calcuta era soportable, se fue convirtiendo en el fuego
eterno. Me refiero a nuestro hotel de los bichos -tercera estancia en
él-, con la ventana medio enladrillada y por la que entra el fétido
-al principio, aguantable-, olor a chapati requemado, de un negocio
cercano (una semana después, cuando esto escribo, todo nuestro
equipaje aún huele, a eso).
Las habituales y agradables cervezas "strong" -que alegraban nuestras mañanas-, comenzaron a horadar mi
estómago y barriga, hasta caer en serios desarreglos intestinales
(¿la maldita glicerina, qué contieenen?. Y hasta la riquísima y variada comida,
comienza a darnos asco.
Era sábado por la tarde y después de
consultar una agencia física -en este caso concreto, tampoco admiten
tarjetas-, tomamos tres decisiones, que en veinte minutos, nos
devuelven el timón del viaje: sacar dinero suficiente del cajero,
comprar con él el vuelo a Dhaka y cambiar -con baja comisión- euros
por dólares, para el visado “on arrival”.
Todo parecía bien encaminado, hasta
que al día siguiente, llegó el abismo, que por otra parte, siempre
es mayor, cuando uno está agobiado: problemas digestivos muy
molestos; calor insufrible -yendo de tienda acondicionada a centros
comerciales-; estar sin hotel desde el mediodía; asco a toda cosa
que oliera a comida -Calcuta entera- y única tolerancia, a ingerir
leche y zumos. Los mendigos se multiplicaron por mil -o eso me
parecía-, al igual, que las distancias recorridas por el trepidante
y -hoy- hostil mercado, otrora tan caótico, como apasionante.
Después de partir hacia el aeropuerto, tras un periplo -tranquilo- por la única linea de metro de la ciudad y de
un tortuoso bus, arribamos a la magnífica nueva terminal, de Calcuta,
tomada por los -hay muchas chicas- militares, que sólo aceptan el
acceso a los “indios de bien” y a los guiris, aunque, seamos de
mal, siempre que unos y otros vengamos provistos del correspondiente
billete aéreo impreso.
Había, que elegir, entre los 39
húmedos grados del exterior y los 13 ó 14 interiores y gélidos, en
una terminal desangelada y casi vacía. Elegimos lo segundo y llegó
mi milagrosa recuperación -sin el PP presente-, aunque todo tiene siempre sus
consecuencias: ¡catarro terrible!, al canto y algunas otras más.
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