Y fue el nuestro, porque debíamos proveernos de alcohol y de cerveza y en la zona sagrada de los ghats no existe una sola tienda. Nos topamos con el güisqui más caro del país y con la lata de birra de medio - y no exagero- con un precio más elevado, que en Noruega. ¡Mal empezamos!
Ahora toca negociar el cacharro de turno, al ghat central, en el lugar con los conductores más agresivos de toda India, incluso,con espontáneos samaritanos traductores. De las 200 rupias, que nos piden, lo dejamos en 100, tras largo rato y a cambio nos montamos en el rickshaw -bicicleta, no motor -, más viejo e inestable de toda la ciudad. Con un driver sesentón cascado y de muy mal carácter. El viaje hubiera sido una montaña rusa de emociones, si no hubiéramos vivido esto mil veces.
Hay unas primeras vallas, que los cacharros ya no pueden traspasar, con ciertas -escasas- restricciones de tráfico. A 200 metros, se ubican unas segundas barreras. Quedan 600 para el ghat.
Está zona la han peatonalizado y ha quedad lo, muy bonita, pero cómo en India siguen haciendo las cosas a medias, continúan circulando bicis y motos, por lo que no han resuelto nada. Las arterias perpendiculares han mejorado su tránsito, pero debes ir con cuidado.
Llegamos al ghat central y sorpresa: el Ganges está desbordado y todos están inundados y llenos de lodo, no pudiendo circular por ellos. Los lugareños y peregrinos se bañan con alegría.
Otro contratiempo más: habíamos planeado caminar por ellos --todo recto- hasta el de Manikarnika, pero eso será imposible.
Retrocedemos y con dificultad, enfilamos por las laberínticas calles, que conducen a esa zona. Andamos -cada vez peor-, por callejones de metro y medio de ancho, abarrotadas de todo tipo de objetos desordenados y peligrosos, con constante circulación de vehículos de dos ruedas en todas las direcciones. A los lados y como si nada, constantes tiendas de dulces de miel, alternadas con ferreterías, snacks y galletas, sharis de postín y hasta de lujosas joyerías. En cuanto de hora se precipita el diluvio casi final
Al final, llegamos a Manikarnika, también enfangado y anegado. No sabemos ni dónde están los muertos, pero como llueve, corremos escaleras arriba al alojamiento.
Decepción: cuesta tres veces más, que en 2014 y no vale ni la mitad, de lo que recordábamos.
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