Yo decidí, nunca más votar al PSOE, durante las pasadas navidades, cuando volvieron a imponer el uso obligatorio de la mascarilla en exteriores, en un gesto cobarde y ruin, porque para no admitir sus responsabilidades sobre la evolución de la pandemia, las descargaron sobre el común de los ciudadanos. Se trataba de una medida innecesaria y alarmista, que no tenía ningún sentido con el 90% del personal vacunado.
Aunque con gobierno supuestamente progresista, España siempre ha estado a la cabeza en materia de restricciones y limitación de libertades, durante la gestión del coronavirus. Y ahora, por supuesto, seguimos siendo la reserva espiritual de occidente y más papistas que el Papa, porque eso va mucho con el temperamento patrio. Cada día me resulta más desagradable e insoportable, las broncas, que te caen o las malas caras, si subes a un autobús sin la maldita mascarilla o con ella medio bajada.
Así empezó nuestro viaje, con la mascarilla a medias en el ALSA hasta Madrid, en el vuelo de Vueling, a Barcelona y en el bus urbano a esta misma ciudad. Sin embargo, en el trayecto con Ryanair, a Pogdorica, ya casi nadie la llevaba, ni la exigía. Y así fue, durante casi dos semanas, hasta tomar el bus del aeropuerto de Santander.
En los cuatro países europeos visitados en este viaje, apenas unos pocos ciudadanos llevan mascarilla en el transporte público. Diría, que ni siquiera el 10% de los pasajeros. Ocurre así en todos los autobuses y ferrocarriles de Montenegro; en los de Albania; en el ferry, de Sarande, a Corfu; en los buses verdes y azules, que circulan por esta isla y en los vuelos y autobuses de Roma.
Por supuesto, tampoco nos la tuvimos que poner, en los vuelos desde Corfu, a la ciudad eterna y desde esta, a Santander.
¿Para cuando en este país, dejaremos ya de hacer el gilipollas?
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