Tras abandonar El Aaiun, los controles policiales nos siguieron
molestando, al grito, de ¿cuál es su profesión?. Por supuesto, siempre fuimos
sinceros en nuestras respuestas: periodista y terrorista, como Alá manda. A los
franceses, no les piden nada, ni les hacen preguntas. Debe ser, que todos
tienen oficios muy adecuados y prósperos.
Vendiendo su trabajo, en Dakhla
Después de una noche de viaje, llegamos a Dakhla, última ciudad poblada, antes de arribar a Mauritania, aunque aún muy alejada de la frontera. No hay transporte público, por lo que el que no tenga vehículo propio, acabará cayendo en las manos del dueño del hotel Sahara. El lugar es tan adecuado y afable, como el dueño, pesetero. Pero, él tiene la sartén por el mango. El precio –caro, aunque depende, como se interprete- es innegociable y ha subido un 20%, en dos años.
Tras hacer noche, partimos a la
hora convenida, en un antiguo Mercedes, bien mantenido, junto a un chico
marroquí y una oronda señora, a la que llamamos “la chupa-chups” de fresa y
nata, por su vestimenta. Es medio liberal: va tapada hasta las cejas, pero fuma
como una coracha. ¡Esto ya no es lo que era!
Desierto del Sahara
Desierto del Sahara
El desierto sigue siendo tan desértico y vulgar, como en los últimos tiempos. La frontera de Marruecos es desorganizada y nuestro conductor, para adelantar tiempo, trapichea y soborna a los funcionarios. Atravesamos unos cinco kilómetros, de tierra de nadie, sin asfaltar o siquiera alisar. Quién no conozca la zona, puede acabar no encontrando nunca, el puesto fronterizo mauritano.
Entramos en el nuevo país,
rodeados de amabilidad, simpatía y trámites sencillos. A pesar de que sigan
obsesionados, con nuestra profesión y el itinerario. Cuentan hasta con un
escáner, lleno de arena y polvo, como todo aquí. No hay control aduanero, así
que los tres litros de alcohol marroquí, que llevamos camuflados en botellas de
agua, se van para adentro.
La carretera vuelve a ser buena.
Hay algo más de tráfico, que desde Dakhla, donde hemos pasado más de una hora,
sin cruzarnos con nadie. Adelantamos a varios camiones, de inquietante remolque
vacío. Hasta aquí, ya no se adentran las caravanas de los acomodados jubilados
europeos.
Nouadhibú resulta desconcertante,
por varios motivos, aunque no, porque todas las calles, asfaltadas o no, estén
llenas de polvo y arena, Es una urbe sin estructura, de plantas bajas, en torno
a una circunvalación. Cada uno ha construido donde ha querido y lo que le ha
dado la gana. Poco caos y escasos transeúntes en un lugar, donde resulta
difícil saber, donde y de que viven.
Nouadhibou
Nouadhibou
Los puestos callejeros son
escasos: de mandarinas y naranjas, recargas de móviles, cigarrillos sueltos y
chupa-chups. Gran amabilidad, para una localidad, donde ni siquiera hay bares
de te o café y donde los niños juegan en futbolines, con solo la mitad de los
jugadores y al lado de coches destrozados y saqueados, de todo lo que tuviera
valor.
Mauritania es cara y en estas
primeras horas, nos sentimos contrariados por algunas cosas. Pero no, desde
luego, porque tanta gente hable nuestro idioma y porque casi todo lo que se
vende aquí, proviene de marcas de nuestro país, adquiridas en Ceuta y Melilla y
transportadas, a través de Marruecos y Sahara Occidental. No me extraña, que
los polis hayan sido tan considerados en la frontera.
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