Ahora, yo debería dedicar un par de artículos para contaros, lo que fueron nuestras experiencias en el madrileño distrito, de Usera, en la celebración del año nuevo chino, el fin de semana del 21 y 22 de enero. Pero, pospondré este relato, para adentrarme en nuestra segunda aventura nocturna, llevada a cabo los pasados sábado y domingo. Y, como dice el título, a la segunda fue la vencida..., pero con suspense.
Habíamos planificado, llegar sobre las cinco y media de la tarde a la capital, de España. El Museo del Prado es gratis, de 18 a 20 horas y como hace más de treinta años, que no lo visitamos, nos pareció un buen plan para empezar el finde. Pero, la cosa se torció de manera radical, porque cuando llegamos a las inmediaciones, una cola de más de 300 personas, nos desanimó y desistimos.
La tarde era muy fría y ventosa y la noche prometía serlo, aún más. Por eso y para mantener a raya el frío tuvimos, que alternar algunas cervezas de mantenimiento, con unos cuantos paseos por centros comerciales o lugares cerrados, sin exponernos de forma dilatada por las calles.
Todos los sábados sobre las doce de la noche y en Galerías Canalejas, en la calle de Alcalá, actúa un grupo de versiones de rock nacional e internacional, así que disfrutamos en este animado concierto.
Sobre la una de la madrugada, llegamos a una muy concurrida Malasaña. Habíamos proyectado tomar algo en dos o tres míticos garitos, que se encuentran juntos: el Penta -celebre por aparecer en la canción, "La chica de ayer", de Nacha Pop-, el Madrid Me Mata -autentico y completo museo de la Movida Madrileña de los ochenta - y el Tupperware. En el primero no hemos estado nunca. En los otros dos, si, aunque ya ha llovido desde la última vez.
El inicio no resultó ser bueno. En el Penta había una cola de más de veinte personas y en el Tupperware, aproximadamente, la mitad, a tres grados bajo cero. En el Madrid Me Mata la puerta estaba despejada, pero nos pidieron pagar una entrada de nueve euros, que incluía una copa o dos cervezas, que al menos ese día, no estábamos dispuestos a pagar, aunque si lo haremos en el futuro.
No nos vinimos abajo y tras deambular por las calles de la zona con ya algunos chupiteles colgando del pelo, acabamos en la Vaca Austera, uno de nuestros clásicos de finales de los ochenta y principios de los noventa. Medio aforo -mayoritariamente hombres-, hard rock y heavy -como músicas predominantes-, tercios a tres con cincuenta euros -la bebida más consumida - y copas desde siete.
No nos desanimamos al ver, que por casi veinte años de diferencia con los siguientes, éramos los más viejos del local. Pero al principio, sí nos sentimos extraños, porque hacía tres décadas, que no pisabamos un bar de copas de este barrio. Casi ninguno de los presentes en el lugar había nacido en aquellos tiempos.
Sobre las tres de la madrugada, seguía habiendo cola en el Tupperware, pero ya no dejaban entrar, por estar cerca la hora de cierre. Es lo que más nos ha sorprendido, que en Madrid y con la excepción de las discotecas -cierran a las seis-, no haya un solo lugar donde tomarse algo, con la excepción de las tiendas de veinticuatro horas y las máquinas de vending. Desde luego, eso no ocurría en los ochenta y los noventa.
En el Penta, ya no había aglomeración, pero nos quisieron cobrar nueve euros por la entrada, a falta de menos de media hora para la clausura del local, por lo que lo dejamos para otra vez. Nuestra tabla de salvación, la cervecería Manuela Malasaña, con simpatiquísimo propietario y tercios, a 2,80.
Cuando salimos a las calles -cinco bajo cero -, el ambiente había decaído mucho. Los Uber y Cabify atascaban las estrechas calzadas, recogiendo a los últimos noctámbulos. Aún quedaba más de una hora, para que abrieran la estación de cercanías, de Sol.
De camino y en la calle Fuencarral, encontramos dos estancos abiertos -quien lo iba a decir, hace años- y una pitonisa echando las cartas sobre una mesa de camping. A pesar de las horas, muchos gloveros transitaban al sprint para hacer realidad los deseos de los caprichosos desvelados. ¡Qué tiempos más crueles!. Nos cruzamos con tres o cuatro jóvenes, que ofrecían copas y entradas para discotecas, pero a nosotros nos ignoraron de plano. ¿Por qué será?. Menos mal, que por el día, si nos tratan de atraer para los garitos de flamenco.
Si no fuera por los siete bajo cero, sería un lujo recorrer la desierta Madrid, casi al final de la madrugada. Para evitar males mayores, nos refugiamos en el Carrefour, de Lavapiés, que abre eternamente, salvo en Navidad y Año Nuevo, para llevar a cabo algunas compras. Su panadería estaba abarrotada por los trabajadores de los servicios de limpieza, los lugareños y hasta algunos turistas italianos, dándose a las empanadas, a las napolitanas y al café.
A las nueve de la mañana tomamos el tren de regreso. Pero, cinco minutos antes de llegar, a Ávila, se averió y junto a decenas de pasajeros, quedamos tirados en la intemperie de las heladas vías, durante largo rato y sin explicación alguna, más allá, de obligarnos a poner la maldita mascarilla, al subir a un nuevo convoy. ¡Yo, ni caso!
Llegamos a destino con más de una hora de retraso, agotados, pero felices.
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