Por motivos logísticos y de aprovechamiento del viaje, no nos quedó otra, que contratar nuestro vuelo, a Nápoles, para el día de Nochevieja y encima, estaba programado a última hora de la tarde. La contrariedad no era no poder acudir a la típica cena de fin de año con los allegados, porque mi pareja ya no tiene familia y yo, como si no la tuviera, sino, cómo pasar la noche de fin de año en circunstancias algo hostiles.
Sabíamos de antemano, que el aeropuerto de la capital de Campania, cierra desde las 22:30 hasta las 4 de la madrugada. Nosotros llegaríamos a las 22:55 y trataríamos de pasar las horas nocturnas sin abandonar la zona de tránsito. Salir fuera -si o si-, significaba enfrentarse al frío y buscar taxi y hotel a esas horas y ese día parecía una quimera .
La vida tiene esas cosas. Fue, finalmente, la propia Ryanair, la que se ocupó de darnos una solución a este problema, aunque con suspense, cabreo, paciencia infinita y algo de suerte , que nunca está de más.
Tras ponernos en marcha y ya en Barajas, pasamos con normalidad - por primera vez en un año, no nos abrieron el equipaje - los controles de seguridad, aunque mi pareja no se libró de su rutinaria visita al control de explosivos. Partimos puntuales y sin incidencias. Me duermo y no me entero, ni del despegue.
Ryanair, como siempre, nos ha sentado separados, esta vez, con quince filas de por medio, a pesar de que solo volamos 90 personas. Cuando me despierta la megafonía, allá por las once y cuarto de la noche, la tripulación está informando, de que no es posible aterrizar en Nápoles y nos desvíos, a Roma Fiumicino. Hablan de los omnipresentes fuegos artificiales, que pondrían en juego nuestra seguridad, aunque el SMS, que me envía la compañía, hace referencia a la niebla, como factor principal del cambio. Cuenta algún pasajero, que las llamaradas pirotécnicas se veían desde la ventanilla. ¿Con niebla?0me pregunto yo.
A las 23:55 aterrizamos. Una gilipollas de mediana edad, comienza a cantar la cuenta atrás del nuevo año, mientras una madre desesperada grita, pidiendo una solución para ella y su bebé. La sangre no llega al río.
Consigo desembarcar y acceder a la pista, pero solo nos dejan bajar del aparato por turnos y mi pareja se queda arriba con el teléfono apagado, porque ella es un cielo, pero también, un desastre en general.
Una señora con traje fosforito me dice de muy malas maneras, que debo subir a un autobús, hacia la terminal, porque allí no puedo estar. Como me niego rotundamente a irme solo, me dice, que vuelva a subir al avión, pero tampoco me permiten acceder. Al preguntar por ella, angustiado a un miembro de la tripulación, me indica con sorna y sin ni siquiera mirarme: " no te preocupes, que ella ya aparecerá".
Por fin y tras un buen rato de incertidumbre, terminamos todos los pasajeros en el edificio de la terminal, esperando la solución, que nos han prometido por email. Nos avisan , de que como no cabemos todos en el autobús único, que existe a estas horas, van a priorizar a familias con niños, personas con discapacidad y las que tengan acompañante.
Después de otra media hora, nos hacen recorrer el largo camino exterior, que une las puertas de salidas con la terminal de buses del aeropuerto. El mismo, que tantas veces transitamos hace menos de tres meses, cuando perdimos las fotos y la cámara, en el viaje de septiembre, de vuelta de los Balcanes.
Con diversos argumentos, conseguimos ocupar las dos últimas plazas en el bus a Nápoles, después de que hagan bajar a dos colombianos, que tienen menos argumentos, que nosotros, para permanecer a bordo. A las 5:10 estamos en nuestro destino, dormidos, cenados - por cuenta propia- y calentitos.
De nuestros tres últimos vuelos, dos han terminado con serios incidentes. Esperemos romper esta inquietante racha
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