Llegamos a Sofía, procedentes de
Bruselas. Son las siete de la tarde y la única oficina de cambio ha cerrado a
las cinco. Del canjeo de moneda, se encarga una empresa de transportes, sita en
el hall y los de las cintas de las maletas, a una tasa lamentable. Así, que
sólo cambiamos cinco euros. Lo que si está abierto, es la oficina de turismo.
Pedimos un plano y preguntamos por la potabilidad del agua. “No es potable
–responde la chica-, pero no os preocupéis, porque aquí tenemos mucho vodka,
güisqui ginebra, de fabricación nacional…”. Elocuente respuesta.
El bus que lleva hasta el centro
es rápido y barato. Las únicas tiendas, que permanecen abiertas a estas horas,
son las de bebidas alcohólicas y de chucherías. La mayoría, ya no son subterráneas,
como hace tres lustros y están muy bien montadas.
Debido a una escasa
planificación, a los errores de Google Maps y a un hotel, que no ofrece ninguna
señal exterior de ser tal, vivimos la primera y angustiosa pesadilla del viaje.
Nuestro alojamiento reservado,
parece hallarse a unos seis kilómetros desde donde nos encontramos. Comenzamos
a andar, guiándonos por un incompleto croquis elaborado en casa. Sofía tiene
unas carencias de luz artificial notables, para una ciudad de su talla.
Cada vez hay menos gente y a
partes iguales, aumentan los riesgos. Por un lado, el de caer de bruces o
acabar en el fondo de un agujero. Por otro, el de asalto, ahora que nos
encontramos en zonas residenciales, rodeados de arboledas y con los edificios
muy al fondo.
Nuestras pulsaciones aumentan,
mientras escuchamos los constantes chirridos de los tranvías, que circulan por
el centro de la calle. ¿Nos servirá alguno?. No sabemos y para pagar un taxi,
no nos alcanza con seis levas que nos quedan. ¡Y mientras, en el bolsillo
interior ubicado bajo el pantalón, reposan más de mil euros!
Cada cinco minutos, nos cruzamos
con algún viandante, al que preguntamos para que nos oriente. Cada diez,
aparece una pizzería o un restaurante, abarrotados de gente, ajena a nuestro singular
drama.
Finalmente, damos con la zona y,
aunque no fácilmente, hasta con la calle. Buscamos el número 8, pero del seis
pasa al diez. Al fondo, en el aparcamiento de un lujoso hotel-restaurante,
abordamos a tres vigilantes de seguridad. Uno de ellos habla español y dice no
saber nada de nuestro alojamiento. No le aparece ni en el GPS, ni buscando en
internet por su móvil.
Sólo encuentra el nombre, pero no
el teléfono. Llevamos casi, el fajo completo de papeletas para dormir en la
calle, cuando aparece un camarero del establecimiento, mira la foto y cree
reconocer esa casa. Nos dirigimos a ella. Son las once de la noche y como no
sea, nos van a llamar de todo.
Cuando Iliana abre la puerta, nos
dice en perfecto español: “pensábamos que ya no ibais a venir”.Parece, que a la
guapísima chica, que ha estudiado en Salamanca, le resulta tan normal,
identificar un chalé con patio, con un hotel, sin que aparezca nombre o referencia
alguna.
Esta es nuestra tercera visita a
Sofía y la verdad es, que hemos hecho bien, porque no nos acordábamos de nada.
Los búlgaros son tan amables, que cuando van al volante, se paran para dejarte
pasar, aunque no haya paso de cebra.
Todas las fotos de este post, corresponden a Sofía
Todas las fotos de este post, corresponden a Sofía
2 comentarios:
Hola, Eva,
salud para vosotros, así podre continuar disfrutando de VUESTROS viajes, mientras espero que, algún día no muy lejano, volver a disfrutar de los mios. Gracias por ser unos "supervivientes de la economia". Saludos, Estefania.
Gracias a ti, Estefanía, por los ánimos y espero, que pronto se cumplan tus sueños viajeros.
Un abrazo.
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