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miércoles, 30 de octubre de 2019

No nos gustan los hostels

Todas las fotos son, de Almaty (Kazajistán)
          Nunca nos gustaron los hostel, porque en nuestra juventud, casi no los había y en cualquier caso, preferíamos la tienda de campaña, aunque hubiera, que cargar con ella. Con las mismas zonas comunes, al menos, teníamos un habitáculo para nuestra intimidad -polvos al margen- y no una misera litera. Eso sí, el ruido circundante era el mismo. Aguantamos, casi 20 años, combinando esta fórmula con algunas pensiones, -porque viajábamos por el primer mundo-, hasta que tiramos la carpa a la basura, en 2006.

        Desde entonces y mayormente, por el tercer mundo, hoteles, guest houses y similares han sido nuestros alojamientos, evitando los hostel, en la medida de lo posible, hasta llegar a Oceanía, el año pasado. Más bien, a Nueva Zelanda, dónde tuve que quebrar mi resistencia, en Queenstown, ante la falta de alternativas. No fue mal la experiencia.

          ¿Que no me ha gustado nunca de los hostel? A mi, no me importa dormir en un dormitorio colectivo. Es lo mismo, que hacerlo en un bus o en un tren. Pero, lo que me preocupa es no tener intimidad en las horas previas para hacer mis cosas -escribir, beber vodka, navegar por Internet o hacer lo que me de la gana-, sin que nadie observé o moleste. El caso es, que en este viaje, medio en broma, medio en serio, hemos acabado en más hostel de la cuenta y con diferentes episodios de aventura.

          Abro un doble capítulo, aquí, en dos distintos post. Primero, para contaros, una a una, las cinco experiencias hosteleras, que hemos vivido en este viaje. Y, después para hablaros de las peculiares gentes, que pueblan los hostel. La historia da para largo.

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