En los países difíciles, sean bananeros o no, nunca sabes donde tendrás el próximo problema o la situación más absurda, que te puedas imaginar. Escribí en su día, allá por el 2012, en Senegal, los siete pasos que tuvimos que dar para poder comprar una lata de sardinas. Algo parecido nos ha pasado en Samarcanda con una fanta de naranja.
Mismas sinergias de siempre: tres tiendas juntas vendiendo lo mismo y cuando les falta algo, también coinciden. Todas disponen de coca-cola, 7up, pero ninguna de fanta fría de ese sabor. Recorremos la calle principal, frente al Registan y nos surgen diferentes avatares, que nos impiden comprar el ansiado refresco.
Cuando ya desistimos y nos decantamos por una Coca-Cola, volviendo a la primera tienda. Efectivamente, han metido varias botellas de fanta en la cámara, aunque todavía están calientes. Pero han decidido, de repente, tachar el precio de la bebida de cola: dónde ponía hace diez minutos, 6.000 som, ahora indica, 7.000. ¡Agua y a la mierda!
Dejamos Samarcanda, contemplando sus grandes atractivos iluminados. ¡Una maravilla! No pudimos regatear el precio del taxi a la estación y además nos colocaron a una chica en el asiento de delante. Otra vez, nos toca pasar tres controles para subir al tren y disputar una de nuestras literas con una gordarraca lugareña, que nos quiere quitar una de las plazas de abajo. ¡Tiene mucha jeta!
Dormimos bien, pero el absurdo vuelve al llegar, a Urgench. Debemos zafarnos a las bravas, de los taxistas de la estación, que a la postre, no habrían sido tan mala opción. Preguntamos a varias personas -mientras caminamos más de una hora-, incluida una policía turística, por los micros, a Jiva. En la Lonely pone, que aquí hay estaciones de cacharros, pero no la encontramos. Y, tenemos la sensación, de que lo que la gente nos indica es -la carretera a esta localidad-, como si fuéramos a ir andando. Llegamos a un punto, dónde se acaba la acera y todavía, faltan 25 kilómetros para el destino
Varias negociaciones de altura con marshrutkas vacías, para acabar subiendo al coche de un viejo, que nos hace bajar en los exteriores de una gasolinera, porque parece ser, no puede llegar a la misma nadie más, que el conductor ¡Que país más raro! Y seguimos. El hombre con mucha intención y conduciendo lentamente, nos hace de improvisado guía y nos va explicando sobre los campos de algodón adyacentes. Al llegar nos quiere cobrar más de lo pactado, pero nos deshacemos de él con ternura.
Ahora, nos toca lidiar con los guardianes de las puertas de las murallas, que te quieren cobrar 5 euros por el acceso a la ciudad, cuando hay varias puertas sin cancerberos y una parte de la muralla rota (por si cuela) ¡A la mierda! Lo peor no es, que te quieran sacar el dinero, sino que te traten, como a un gilipollas.
Jiva es una maravilla y encontramos aquí el mejor alojamiento del viaje, aunque nos cuesta encontrar algo decente para comer, porque solo hay un supermercado en toda la ciudad y a las afueras. Afortunadamente, la cerveza y el vodka, tampoco faltan aquí.
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