Navidad en la Puerta del Sol (Madrid). Debajo, Granada
Así, a primera vista, el
encabezamiento puede parecer un poco sensacionalista. Y vaya por
delante, que en cierta medida, lo es. A los periodistas nos encanta
poner buenos titulares para que los lectores se enganchen. Por
ejemplo: si yo digo, que la India es maravillosa o mística, pues no
me como un colín. Sin embargo, si aseguro -y además, con cierta
vehemencia-, que ese país es una mierda, pues ya tengo el caldo de
cultivo para un artículo potente. Y más, en el desolador mundo
actual periodí8stico, donde nadie contrasta las informaciones antes
de publicarlas y donde lo prioritario es la inmediatez, aunque luego
te la pegues o te la peguen.
Puede resultar exagerado y lo es, que
quien ha hecho miles de kilómetros de interrail en su inexperta
juventud por la otrora terrorífica Europa del este, de finales de
los ochenta y principios de los noventa o que quien ha padecido
temperaturas cercanas a los cincuenta grados en países tan
distantes, como India, Emiratos o Nicaragua, pueda tildar de viaje
pesadilla, un periplo de 12 días por Andalucía oriental -quizás,
pueda ser la maldición de Susana Díaz, que ya afecta a tanta gente-
y Murcia, en plena época digital.
Pero, realmente y sin esperarlo, este
viaje se ha encabronado hasta límites insospechados, hasta darnos
cuenta, de que en España se pueden pasar muy putas -eso ya lo saben
y lo tienen grabado a fuego los jóvenes patrios y los parados de
mediana edad-, cuando las cosas se tuercen lo suficiente. Lo cierto y
verdad es, “que este es el viaje pesadilla” -y mirad, que
llevamos decenas de periplos por el mundo, durante treinta años-, ha
sido la frase más repetida por nosotros, al menos, durante las dos
primeras terceras partes de su transcurso.
Capileira (Granada). Y debajo, Almería
Todo empezó, cuando pasadas las doce
de la noche y a falta de seis horas para la partida de nuestro bus, a
Granada, se nos acerca una rumana, llamada Marina, que nos advierte
de que la estación de avenida de América, en la que pasamos el
tiempo somnolientos, entre guías, cervezas y whatsapps, cierra a las
dos de la mañana y debemos dar con nuestros huesos en la calle, en
pleno mes de diciembre y a cero grados, aunque tengamos billete de
transporte para unas pocas horas después.
San José, en cabo de Gata (Almería)
Lo que nos pide Marina, una simpática
y guapa chavala de 26 años, es si se puede quedar con nosotros, ese
periodo de tres horas y media, en el que deberemos vagabundear por
las arterias capitalinas y buscarnos la vida. Nosotros, encantados,
aunque nos parece increíble, que esto pueda ocurrir en la España
del siglo XXI. ¡Otra vez, he exagerado, porque hace mucho tiempo,
que nada de lo que ocurre en este país, nos asombra o eriza el más
reposado vello de la piel!!.
Con displicencia, inhumanidad y hasta
con cierto regocijo, los mandados de perfil bajo, pertenecientes a
subcontratas de míseros sueldos, nos ponen a la hora señalada, de
patitas en la calle. Eso sí: no hay discriminación. Como
comprobamos, da igual que seas nativo patrio, comunitario, miembro
del amenazante Grexit o pacífico y emergente japonés. ¡¡Todos, a
la p... vía pública (que para eso, lo es)!!.
Esta y la de abajo son , del desierto inundado, de Tabernas (Almería)
Los tres, nos vamos a la semi abierta
cubierta portátil de una terraza cercana, de esas que se han puesto
ahora tan de moda, hasta en el polo sur. Pero, el helador frío
comienza emergiendo por los pies y las piernas, hasta casi
atenazarnos la lengua. Como, la conversación con la chica esta
bastante interesante, tratamos de que esto no ocurra y buscamos una
cercana boca de metro, ya cerrada por una gruesa verja.
Aquí,, hace bastante mejor, por lo
que la charla se reanima. Marina es médico, aunque ahora, su
ocupación en la vida no es otra, que encargarse del cuidado de una
anciana de 86 años, en Logroño, hacia donde parte a medida mañana.
Trata, de momento sin mucho éxito, de forjarse un futuro sanitario
en España. Se muestra luchadora, soñadora -como debe ser, a esa
edad-, explosiva, confundida y a veces, algo radical, pero nunca
pierde la sonrisa y la amabilidad.
Tampoco, la exacerbada conciencia
ultra nacionalista, a la que ya estamos acostumbrados, cuando
tratamos con personas jóvenes de Europa del este (especialmente,
mujeres).
Mojácar (Almería)
Las ha pasado canutas, huyendo de un
padre autoritario, de profesión ganadero -que trata a sus hijas,
como a las propias vacas- y de muy pocas luces, aunque sí las
suficientes, para haberse movido con relativo éxito por los
insondables páramos de la dictadura de Ceaucescu y de los gobiernos
posteriores.
A ella, el dominante e impío déspota
carpático, asesinado ya en el lejano año 1.989, le suena casi a
Chino, aunque si agradece, que dispersara a las minorías húngaras
muy al interior del país y así permanecieran alejadas de su
frontera y crearan menos conflictos. Los recelos rumano-húngaros no
nos resultan extraños, desde hace décadas, habiendo departido con
miembros de ambas nacionalidades.
Caravaca de la Cruz (Murcia)
Cuando Marina nos está contando, ya
crecida, que su record de limpiar habitaciones de hotel está en 17,
en una sola jornada, aparecen dos babosos sesentones, algo pasados de
alcohol, que no se sabe muy bien, que buscan, pero lo que es seguro,
que nada bueno para nosotros y la intimidada joven. Así, que
volvemos a la desvalida terraza, donde nos vuelven a colgar los
chupiteles, carámbanos y témpanos de los pelos, las orejas, la
nariz...
Mula (Murcia)
Al fin, abren la estación y nos
despedimos cordialmente de nuestra fugaz amiga, sin más compromiso,
que la agradable compañía mutua recibida. Nos deseamos lo mejor,
mientras nos cuenta, que en Rumania, un médico gana 250 euros -como
un albañil o un operario-, que a veces tiene que pagar de su
bolsillo determinados materiales sanitarios básicos y que los más
desalmados -conoce un caso-, obligan a los pacientes a vender la
casa para pagarse los tratamientos.
Navidad, en Murcia
A la vuelta del viaje y cambiando de
tercio, aunque no mucho, pasamos una hora y media en los exteriores
de la estación de autobuses, de Albacete, a dos grados bajo cero,
sin que nos quisieran abrir, desde dentro. Y luego, ya en la terminal
sin calefacción, seis horas más, en las que además del frío,
sufrimos el almibarado, alechecondensado, acañadeazucarado,
adulcedelecheado o -en definitiva- edulcorado y ñoño final, de
Velvet, gracias a su magnífica -siendo justos- conexión wi-fi
gratuita.