Todas las fotos de este post son, de Ho Chi Minh
No hacia ni media hora, que habíamos puesto los pies, en Ho
Chi Minh. No habíamos aún, buscado alojamiento. Sentados en un banzo,
preparábamos unos rápidos bocadillos de salchichas, que llevarnos a la boca,
cuando una de ellas cayó al suelo. Sin tener tiempo para decidir, que hacer con
ella, se nos acerca un sonriente joven, que de forma educada y afable, nos pide
permiso para recogerla y llevársela a la boca.
Aún no conocíamos el país y de
forma simplista, lo asociamos con las cosas del tercer mundo. Pero, varios días después y al recordarlo, el
suceso nos resultó extraño. Primero, porque los supermercados en Vietnam son
numerosos, se hallan bien abastecidos y resultan baratos (lo que significa, que
hay bastante demanda). Y fundamentalmente, porque creo que fue la única persona
en quince días, que nos trató de forma adecuada, a lo largo del país.
Vietnam provoca sensaciones muy
enfrentadas. Son muchos los momentos a lo largo del viaje –sobre todo, en las
grandes ciudades-, en los que desearías largarte del país, al instante. Sin
embargo y una vez lo has abandonada, te entran unas irrefrenables ganas de
volver, que permanecen toda la vida.
Ho Chi Minh –antigua Saigon- no
es una ciudad de grandes atractivos turísticos, aunque tiene su encanto. Sobre
todo, en la zona de Pham Ngu Lao. Tiene algunas concomitancias con el Kaoshan,
de Bangkok, aunque no es similar. En ella, se encuentran la mayoría de las
agencias y hoteles para guiris, pero también, unas pocas cuadras de
extraordinarias y estrechas callejuelas, llenas de agradables casas bajas, con
un ambiente genuino y poderoso encanto.
Lo bueno de transitar por este
entramado de arterias es, observar la cotidianidad. Los vietnamitas, ni se
sienten intimidados, ni espiados, porque los turistas contemplen sus
actividades diarias. Comen sentados en el suelo de la calle –ellas, con sus
típicos pijamas- o sobre pequeñas banquetas y muestran sus viviendas sin
cortinas y sin pudores. En la planta de arriba, las habitaciones. Y en la de
abajo, el gran salón, donde hacen la vida familiar y ven la televisión, después
de haberse descalzado, al ingresar en él.
El centro de Saigon es
relativamente moderno y accesible. Lo primero, que llama la atención para el
recién llegado, es que sus anchas avenidas parecen circuitos de motociclismo.
Cuando cruzas y el semáforo está verde para el peatón, las motos se amontonan
en varias filas, como si fuera una parrilla de salida y esperaran, que el juez,
diera la salida.. Las aceras son relativamente respetadas. Y en condiciones
normales, la vida es tranquila para el viajero, que puede elegir entre pasear,
tomarse un pho –rica sopa local- o contratar una excursión a los túneles de Cu
Chi o al delta del Mekong, en el país del sudeste asiático, en el que más fácil
resulta moverse.
A medida, que te vas alejando de
la zona de los guiris, la vida se vuelve mucho más salvaje y hostil, pudiendo
llegar a ser, insoportable. Sobre todo y como fue nuestro caso, si tienes un
mal día.
La jornada había empezado bien.
Habíamos pasado la mañana, haciendo unas visitas y para comer, por menos de 1,5
euros, nos habíamos decidido por un buffet libre de arroz y pasta, excelente.
Sin aún haber logrado nuestro
objetivo, empieza a llover, de forma, que nunca antes habíamos visto. Y la vida
sobre el asfalto, se vuelve aún más temeraria. Personas, que desde las
terrazas, de un quinto o un sexto piso, vacían el agua de sus mismas, tirando
enormes cubos de ella, al vacío, sin importarles su destino; familias enteras,
de cuatro o cinco personas, sobre una misma moto, tapados con un impermeable,
como si se encontraran en el gusano loco; caídas, frenazos, derrapes…
Nosotros aguantamos el chaparrón,
debajo del toldo de una zapatería, junto a una vendedora de arroz con verduras,
hecho paquetitos y envueltos en una hoja de plátano. El plato no debe de estar
muy allá, dado que apenas coloca ninguno y ella misma, para merendar, se compra
otra cosa. El agua nos llega ya, por los tobillos y tras haber pasado tres
horas y haber anochecido, no tiene intención de dejarlo.
Sobre las siete de la tarde,
amaina algo y nos decidimos, a volver. La más razonable hubiera sido tomar un
barato taxi, pero no. ¡A nosotros nos va la aventura! y comenzamos a caminar
por calles sin luz, abruptas, encharcadas y hasta con árboles, que han sido
doblegados por el monzón y obstruyen la carretera. Por los sitios cubiertos, no
podemos caminar, porque están llenos de motos aparcadas (el ciclomotor en
Vietnam es más importante, que las personas). Por las aceras, tampoco. Debemos
ir por la calzada.
Al llegar a un cruce nos llenamos
de estupor. Un joven y su motocicleta permanecen tirados por el suelo. Por lo
que conseguimos constatar, se ha producido un accidente y el chaval, ya no
volverá a circular por esta ciudad (ni por ninguna otra).
Al final y tras superar numerosos
obstáculos y escenarios, volvemos al centro, que también esta anegado, debido a
que la mayoría e las alcantarillas, se hallan atascadas. Nos detenemos junto a
una de ellas y contemplamos asombrados, lo que están extrayendo de ella: una
rueda de una moto, otra de bicicleta, un trozo de un aparato de televisión,
ropa varia, amasijos de papel y de elementos irreconocibles…
Nunca, se me olvidará aquella
tarde. Era nuestro segundo día en el país y prometimos, largarnos de él, a la
jornada siguiente. Afortunadamente, no lo hicimos.